martes, 5 de julio de 2016

Celebración de los sabores


No tenemos recuerdos precisos de cuando conocimos los diferentes sabores, momentos fundamentales en el desarrollo de la persona. La descripción de  Germán Dehesa (No basta ser padre. México, Planeta, 2001) de lo que sucedió cuando su hijo Andrés descubrió el saber de la pera, puede ayudarnos a reconstruir la escena.
(…) Tengo fundadas razones para pensar que la vida (la verdadera vida, no este sórdido melodrama que nos han organizado los “grupos de interés”) es una delicada trama de asuntos menores que, contemplados con la debida atención y lentitud, dejan de ser menores para convertirse en minúsculos milagros. (…) Amanece en mi casa y yo, que estoy severamente enkunderado, me asomo a la recámara del pequeño Andrés que, por instrucciones de nuestro colorido pediatra, ha comenzado a probar frutas maceradas. Hoy le toca probar la pera. Siglos de siglos, glaciaciones, navegaciones, catástrofes, imperios y amaneceres… todo confluye en este momento tan irrelevante en el que un bebé (que podría ser Adán, que podría ser el primer hombre, que es todos los hombres) va a conocer, por primera vez en la historia, el sabor de la pera. Él no sabe nada de pintura francesa e ignora las iluminadas peras que languidecen en los cuadros; ignora igualmente que en Europa hay una región en cuyos huertos los perales están constelados de botellas que esperan que una insólita pera les vaya creciendo en el vientre del mismo modo que él creció en el cuerpo de su madre. Para saber todo esto (o para ignorarlo) habrá tiempo.
Continúa Dehesa dando voz e imagen a ese maravilloso instante inaugural en la vida del pequeño Andrés.
En este momento lo único importante es esa pequeña cuchara que se aproxima sacramentalmente a su boca. Podría ser el comienzo de la historia, pero apenas es una pequeña historia. Pequeña y todo, no hay historiador ni poeta tan exquisito como para que pudiera reseñar el cataclismo de gozo que ocurrió en ese paladar súbitamente iluminado por el prodigio de un sabor. Desde fuera, lo único que se percibe es una sonrisa interminable y una mano regordeta que se adelanta para aferrar la mano de la madre. Ni él ni nadie estamos dispuestos a que el gozo nos sea negado; para eso, precisamente para eso, nos fue dada la inteligencia que guía nuestras manos: para detener el instante, para que el placer perdure un poco más, para que los alimentos terrestres no nos sean negados, para que la vida se quede con nosotros.
Germán Dehesa agradece el enorme privilegio de haber sido testigo de ese momento y sostiene que nadie, por ningún motivo, debería quedar al margen de estas celebraciones de la vida.
Si es para poder atestiguar un instante así –tan cotidiano y tan prestigioso- benditos sean los 51 años que he permanecido ya en este diverso y misterioso mundo. Opino que nadie tiene derecho (son tonterías… no tengo tiempo… no es importante… estoy muy ocupado… estás viendo cómo está la situación) a privarse del moroso disfrute de estos espectáculos. No tengo espacio para explicarles, pero créanme que en esto reside lo que ampulosamente llamamos cultura.
Dicen que Luis Cardoza y Aragón afirmó que “la patria es el sabor de las cosas que comimos en la infancia” y a todos nos ha sucedido reencontrarnos, muchos años después, con sabores y aromas que inmediatamente nos regresan al pasado. Muchos escritores han dejado constancia de ello pero pocos como Proust, tal como lo refiere Álvaro Armero.
Uno de los fragmentos más conocidos y nombrados de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, es cuando el narrador rememora recuerdos de su infancia al comer una magdalena con una taza de té, ya que asocia el sabor, la textura y el aroma de la magdalena con ese mismo estímulo vivido años atrás, en la niñez. En las primeras páginas de la famosa obra, Proust habla de la pobreza con que se había ofrecido a su recuerdo la ciudad de Combray en la que había pasado una parte de su infancia. Recurre entonces el escritor a su célebre paisaje de las magdalenas y a través de su sabor revive el tiempo antiguo, es su artilugio para rememorar lo que queda de una época a la que solo se puede volver a través de sensaciones. Con ello, una vulgar magdalena se ha convertido en el símbolo proustiano del poder evocador de los sentidos. La recuperación del tiempo a través de la nostalgia de los sabores.
Y seguramente todos tenemos -¡ay!- sabores y aromas perdidos en nuestra infancia y que nunca más hemos reencontrado.

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