martes, 12 de julio de 2016

Los riesgos del realismo


Hay ocasiones en que los límites entre actuación y realidad son muy delgados, casi inexistentes. ¿A quién no le ha sucedido emocionarse hasta las lágrimas viendo una película, aun a sabiendas de que se trata de una ficción?, ¿quién no ha sufrido con lo que le acontece a un protagonista con quien se ha identificado?
Armando de María y Campos da cuenta de una situación que tuvo lugar en una obra en que las actuaciones destacaron por su realismo y cuando entre el público había quien no estaba familiarizado con el teatro. Leopoldo Zincunegui retoma el acontecimiento
En su amenísima obra “El Teatro del Género Chico en la Revolución” (…) refiere Armando de María y Campos el siguiente sucedido, que localiza en la ciudad de México, en el Teatro Principal, a mediados de 1915 cuando los zapatistas estaban posesionados de la capital de la República.
Una noche se representaba la zarzuela española “La alegría del batallón”, haciendo Mimí, la Dolores, que estaba gitana por los cuatro costados, y el soldado enamorado Rafael, el yucateco Rodolfo Navarrete, que con el uniforme puesto, ni peninsular parecía. Muchos lectores recordarán el argumento.
Un chaval, enamorado de la gitanilla, ha desertado de su regimiento, robando a la virgen del lugar una valiosa joya; como en la España de Alfonso XIII se castigaba con rigor el robo sacrílego, el soldado enamorado es conducido a la cárcel. Sabedora la Dolorcillas de que el recluta enamorado se encontraba entre las rejas por su culpa, con los pies descalzos, sufriendo hambre y sed, va a verlo a la cárcel. Logra llegar tras la reja que priva de libertad a su Rafael, y a grandes voces, logra atraer al hombre por quien suspira. Pero anda cerca un centinela –que era el gran actor cómico mexicano Carlos Pardavé-, cabo de guardia encargado de hacer cumplir la consigna de que ninguna persona se acercara al sentenciado, y marca el alto a la gitanilla, la que sin querer escucharlo logra al fin hablar con su Rafael.
Hasta aquí el argumento de aquella obra cuando en “una noche de agosto, después del ‘bis’ reglamentario, la escena alcanzó un realismo singular: (…) -Vete, gitana, que disparo… -decía Carlos Pardavé en tono patético.” Ello dio lugar a lo inesperado cuando, siempre siguiendo el relato de Leopoldo Zincunegui, un soldado zapatista que se encontraba entre el público “se levantó como impulsado por una fuerza desconocida, encañonó amenazante su arma y apuntando a Pardavé le dice: -Ora, vale, o los deja quererse o lo quebro.”
No es difícil imaginar el revuelo a que dio lugar tan amenazante reacción y que describe Zincunegui
¡La que se armó en el teatro!... El primero en hacer “mutis” por la “primera” que tenía más a mano fue Pardavé; Navarrete rompiendo el “fondo” que simulaba la pared de la cárcel no paró hasta el camerino, mientras que Mimí, presa de convulsiones, caía desmayada a merced de lo que allí pudo haber acontecido. Se encendieron las luces; Miguel Wimer ordenó bajar el telón; el maestro Rosado, de espaldas al atril, permanecía sin saber qué partido tomar.
Fue necesaria la intervención de un alto mando para que el soldado desistiera de su actitud.
El soldado zapatista fue reprendido duramente por alguno de sus superiores que se encontraba en una platea.
-Esto es solamente de “mentiras” –le decía nervioso y enérgico un oficial de sombrero tejano de fieltro y pecho cruzado por cananas.
No había forma de convencer a aquel exaltado, que rodeado de público y oficiales, no cesaba de decir:
-Todo lo que queran, ¡pero los deja quererse o lo quebro!
En otra crónica sobre este suceso, Rodolfo Morales da cuenta del desenlace “(…) por fin, el telón corrido, regresan Mimí y prisionero y se ponen a improvisar y a fingir idilio; se apaga la exaltación del soldado que dice que ‘Así, sí, pos entonces ¿pa qué peleamos?’.”

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