Se ha dicho hasta el cansancio que
la persona que encontró (¿descubrió?, ¿construyó?) su vocación es
verdaderamente privilegiada y no debería dejar de agradecerlo nunca. Para Santiago
Kovadloff no se trata de la libre opción del individuo. “La vocación (…) no es una elección. Hay,
entre una y otra, radicales diferencias. La elección es siempre obra del
sujeto; la vocación, en cambio, da forma al sujeto, lo constituye. Sí, la
vocación nos elige. Ella dispone de nosotros, se nos impone.”
Lo
anterior parecería tener lugar también –o particularmente- en el ámbito
religioso como queda de manifiesto en el testimonio de Ernesto Cardenal: “(…)
Cristo dice que quien quiera conservar su vida, la perderá. Pero que quien
pierde su vida por él, la salvará. Cuando quise conservar mi vida sin
entregarla a Dios, la perdí. Considero que esa fue una vida perdida. Después la
entregué a Dios, y ese sacrificio significó el haberla ganado.” Es así como el elegido se transforma
paradójicamente en feliz prisionero de aquello que lo elige; continúa Kovadloff
Si falta la vocación, quien de ella
carece podrá decidir, con razonable libertad, en qué ocuparse. No ha sido
elegido: podrá, en consecuencia, elegir. No está hipotecado por la irreversible
dependencia hacia el mandato. Puede decidir qué hacer. El hombre de vocación,
en cambio no tiene remedio. Ha sido escogido. Si no acatara el mandato
impuesto, vivirá acosado por el dolor incesante de una transgresión primordial.
(…) No puede eludir el cumplimiento de su pasión sin caer en desgracia.
Seguramente a algo de esto se refería
Federico Fellini cuando señaló en una entrevista: “Si quieres
colgarme una bandera a toda costa, una bandera pedagógica, resúmela en este
lema: ser lo que se es, es decir,
descubrirnos a nosotros mismos para poder amar la vida.” Y la vocación –retomando a Santiago
Kovadloff- puede hacerse presente de diversas maneras y a muy diferentes
edades.
Porque si es cierto que una vez que se
manifiesta ya no retrocede, nadie sabe, en verdad, a qué altura de una vida
habrá de aparecer. Francia nos brinda, al respecto, dos ejemplos elocuentes:
Rimbaud se supo poeta casi en la niñez, y, cuando la muerte lo alcanzó, hacía ya
mucho tiempo que vivía violentamente apartado de su vocación. Tenía por
entonces la edad aproximada en que Montaigne, no sin asombro, se descubría
ensayista.
Ahora bien, según Clarice Lispector la
vocación no siempre viene acompañada del talento y ella misma se ofrece como
ejemplo.
Una cosa yo adivinaba: era necesario
intentar escribir siempre, no esperar un momento mejor pues éste simplemente no
llegaba. Escribir siempre me costó, aunque hubiera partido de lo que se llama
vocación. Vocación no es lo mismo que talento. Se puede tener vocación y no
tener talento, es decir, se puede ser convocado y no saber cómo ir.
Muchos son los ejemplos de quienes ejercieron
su labor –así sea en sueños, hasta el final de su vida; Luis Sepúlveda narra
uno de estos casos.
El invierno del 85 fue muy duro, y don
Carlos contrajo una neumonía que lo llevó a la tumba. Unos días antes de que lo
internaran en el hospital de Altona le visité en su pequeño piso de hombre solo,
y lo encontré embriagado de la felicidad de un sueño dichoso: “Soñé que estaba
en mi escuelita enseñando los verbos regulares a un grupo de niños muy
pequeños. Y al despertar tenía los dedos llenos de tiza”.
Han existido situaciones excepcionales
en que la pasión de algunas personas indoblegables por su oficio hicieron posible lo imposible, al superar cualquier
obstáculo que se les interpusiera en el camino. El caso de Renoir –presentado
por Omar López Mato- es asombroso.
(...) Pero Renoir, además, padeció otra
enfermedad que a pesar de ser demoledora e invalidante, jamás se reflejó en los
cuadros y poco afectó su actividad. Renoir padeció una artritis reumática.
Ésta, progresivamente, deformó sus manos y sus pies hasta limitarlo a una silla
ruedas y obligarlo a trabajar con los pinceles atados a las manos.
(…) esto no limitó a Renoir. Él siempre
buscó un remedio a sus males. Baños termales. Calor. Analgésicos. Ejercicios.
Todo lo que le comentaban que podía mejorarlo, lo hacía.
Siguiendo los consejos de sus médicos,
se trasladó del frío y húmedo París, al mediodía francés. Sus cuadros brillaron
con la luz del sol que todo lo invadía.
En 1880 se rompió su brazo derecho en un
accidente de bicicleta, pero se sobrepuso con el pasar de los días. En 1897
tuvo otro accidente y nuevamente se fracturó el brazo derecho, quedando
impedido para moverlo. Pero esto no fue un obstáculo. Con ese optimismo que no
lo abandonaba aprendió a pintar con la mano izquierda. "Me gusta mi
trabajo con la mano izquierda”, decía a sus amigos. "Es muy
divertido y mis cuadros son mejores que si los hubiese hecho con mi mano derecha.
Es bueno haberme roto el brazo. Me hace progresar".
Sus colegas, Pisarro y Monet, se
asombraban de estos progresos, pero también miraban entristecidos el inexorable
deterioro de su estado general, que le hizo perder peso hasta llegar a los
cincuenta kilos. Pero Renoir continuaba pintando, con la fuerza y la alegría
que transmitía su pintura. Necesitaba ayuda para movilizarse, para cambiar los
pinceles y mezclar los colores. Pero Renoir seguía pintando. En 1912 tuvo un
accidente cerebro vascular. Se recuperó y siguió pintando. En sus últimos años,
los dolores articulares lo obligaban a permanecer en su habitación por semanas.
Pero Renoir seguía pintando. Le preguntaron cómo hacía para trabajar a pesar de
sus molestias. "El dolor se va, la belleza queda", respondió.
El último cuadro lo terminó un día antes de su muerte, a los setenta y ocho
años.
Cada vez que veamos una de las 6000
obras que pintó, no sólo veremos sus colores, el esfumado de sus bordes, la
delicadeza de sus mujeres. Veremos al hombre que se sobrepuso a la adversidad,
con una sonrisa melancólica en los labios y un pincel atado a su mano.
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Renoir |
No cabe más que concluir con Stevenson: “Si un hombre ama su oficio con
independencia del éxito o la fama, los dioses han llamado a su puerta.”
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