martes, 16 de agosto de 2016

Una herencia maldita: los residuos nucleares


El tema de la basura se ha convertido en uno de los grandes retos que enfrentan las urbes; recolección, clasificación y depósito de desechos no es tarea sencilla. Ni se diga en el caso de los residuos nucleares, Antonio Martínez Ron se refiere a este tema (Next, 13 de enero 2016).   
Durante los últimos 15 años el Departamento de Energía de Estados Unidos ha estado almacenando los restos nucleares procedentes de su programa de defensa en un depósito enterrado a 600 metros bajo el desierto de Nuevo México. La Planta Piloto para el Aislamiento de Residuos (WIPP) está diseñada para albergar los residuos con elementos más pesados que el uranio, los denominados transuránicos, como el plutonio-239, con un periodo de decaimiento de unos 24.000 años, o el plutonio-240, con una vida media de 6.500 años. El lugar -un lecho de sal que ha permanecido estable durante los últimos 200 millones de años- se consideró ideal para almacenar el material procedente de las miles de cabezas nucleares y mantenerlo aislado de la superficie durante los próximos 10.000 años. Para garantizarlo, el gobierno encargó un plan de comunicación y seguridad para que la humanidad se mantuviera alejada del lugar en un futuro lejano.
La intención del Departamento de Energía es sellar el depósito en el año 2033, fecha en que alcanzaría su máxima capacidad. Al día de hoy, tras 15 años de actividad, la planta ha completado la mitad se su espacio tras almacenar unos 91.000 metros cúbicos de residuos nucleares, el equivalente a enterrar un campo de fútbol a unos 13 metros de profundidad. El material se almacena en bidones de acero apilados en las galerías naturales, pero un par de sucesos recientes han demostrado que la seguridad y aislamientos no están del todo garantizados. En un artículo publicado en la revista Nature, varios expertos nucleares encabezados por Rodney Ewing utilizan éste y otros argumentos para cuestionar abiertamente la seguridad del depósito y alertar de los peligros de aumentar la cantidad de plutonio almacenada.
Como era de suponer fueron muchas las voces que se levantaron contra esta planta; una de ellas es la de Bengt Oldenburg.
Teóricamente, los residuos permanecerán así, enterrados, durante los doscientos cincuenta mil años que tardarán en perder su radiación nociva. (…)
Aparte de una desoladora idea general acerca de cómo guardar residuos  nucleares -muy parecida a la desaprensiva práctica de empujar lo barrido debajo de la alfombra- se encuentra aquí un colosal optimismo en cuanto a prever lo que pueda  pasar con las ruinas que dejemos. Las especulaciones respecto a la escala del tiempo -el año 2033, 2133, 12033- hacen pensar que las obras de Julio Verne  o de H.G. Wells fueron intentos mucho más serios de proyectar el futuro. Y la solución, si cabe la expresión, comunicativa de los expertos estadounidenses haría desternillarse de risa a cualquier artista conceptual de la década de 1970.
La dirección del proyecto reunió a un grupo de especialistas en historia,  antropología y semiótica que, después de más de diez años de arduo trabajo, han propuesto un modelo para esa nueva tumba faraónica de residuos activamente  mortales. Se trata de un depósito a seiscientos metros de profundidad y, en la superficie, un engendro informativo extravagante: un rectángulo de aproximadamente cincuenta por ochenta  metros, rodeado de una barrera de roca y tierra de diez metros de altura y treinta de ancho. Dentro del perímetro,  simétricamente colocados, se erigirán 16 monolitos, de ocho metros de altura.
Antonio Martínez Ron coincide en las complejidades implícitas a estos programas de larga duración y por otro lado añade que la zona podría volverse muy atractiva en la búsqueda de nuevas fuentes de petróleo y gas.
Los científicos creen que las posibilidades de que los futuros humanos hagan pozos en busca de petróleo y gas en este tipo de terreno van en aumento, pues las cifras indican que las compañías dirigen sus intereses cada vez más hacia zonas como ésta. "No podemos tener la certeza de que los futuros habitantes de la zona sepan ni siquiera que la WIPP está aquí", aseguran. "Para poner las escalas de tiempo en perspectiva, la agricultura se desarrolló hace alrededor de 10.000 años". Además, argumentan, al aumentar las cantidades de material radiactivo y su duración habrá que aumentar el periodo de seguridad, lo que aumenta las posibilidades de intrusión humana. Todo esto les lleva a concluir que el Departamento de Energía "debe examinar con mayor cuidado su protocolo de seguridad para una intervención que se prolongará durante 10.000 años y más allá". Y para ello debería mirara  lo que ha sucedido en los últimos 15 años de almacenamiento y aprender de los errores.
Entre tantas otras preocupaciones que se presentan, no son menores las que tienen que ver con los señalamientos adecuados para advertir la peligrosidad del lugar para que la gente se mantenga alejada de la zona. Oldenburg profundiza en la cuestión.
Pero según las reglas establecidas por el mismo Estado, el depósito tiene que estar señalado durante un mínimo de diez mil años. Suponiendo que entonces todavía exista una civilización humana, es posible que, aunque fuese tecnológicamente más avanzada, no dispondría de nociones precisas acerca de nuestra cultura, incluyendo los lenguajes y las ciencias. De modo que los especialistas en comunicación del proyecto han pergeñado un modo de marcar el sitio con un  mensaje que, dentro de cien siglos, pueda ser correctamente interpretado. (…)
Lo más relevante son las inscripciones sobre estos obeliscos truncados, algo que hubiese encantado tanto a Kafka como a los miembros de Monthy Python. No sólo incluye una advertencia en cuanto a la peligrosidad del lugar escrita en siete idiomas, además de los símbolos actuales para señalar peligro biológico y radioactividad. Se grabarán dos rostros de frente, en dibujo lineal, el primero de los cuales demostrará “revulsión y disgusto”, según sus autores, y el  segundo, “miedo”, basado en El grito, una obra clásica del artista noruego Edvard Munch. Debajo de una versión xilográfica, el autor había anotado, en alemán: “oí el grito de la Naturaleza”.
Sin querer despreciar los esfuerzos, seguramente inmensos, de los grupos de especialistas, ni los sueldos que, durante decenios, han desembolsado los  responsables del proyecto, se puede proceder a algunas constataciones. En primer lugar, acerca de la perduración de los símbolos y, al mismo tiempo, de las posibles alteraciones de su significado. La esvástica surgió como un símbolo religioso hindú hace ocho mil años, para adquirir, no hace tanto, un significado político. Luego, elegir a un expresionista noruego, por genial que fuere, para mandar un mensaje de miedo mediante el arte visual a un eventual público a diez mil años de distancia, denota un etnocentrismo histórico y cultural de mucho cuidado.
Por si lo anterior fuera poco, la historia enseña -según Bengt Oldenburg- que la advertencia sobre la peligrosidad de ciertos recintos nunca ha desanimado a los investigadores.
Pensando en cierta realidad, pese a ese ejemplo, puede servir nuestra historia antigua y el destino  de sus restos materiales. Egipto, en particular, es instructivo  en este sentido. Los arqueólogos siempre han sentido pasión por hurgar en cualquier vestigio antiguo a su alcance, aunque se tratara de lugares antaño  sagrados, protegidos por fórmulas mágicas y maldiciones. Así pasó con la tumba   de Tutankamon cuando el equipo de lord Carnarvon y Howard Carter perturbó  ese recinto en el año 1922.
Naturalmente hubo muertes, tildadas de extrañas, entre los participantes. Si se debió a la maldición de la momia o a otras causas, queda por dilucidar.
Es así como Oldenburg no ve razones que permitan suponer que en el futuro las cosas sean distintas, ya que “los seres humanos seguiremos impulsados por una curiosidad insaciable y ningún monumento actual o futuro parece capaz de impedir que sea investigado, protegido o no por mensajes tal vez crípticos.” Y claro está, su conclusión está muy lejos de ser alentadora.
Quienes hurguen, en el futuro, en los restos de esa mina de sal encontrarán una Gomorra que los dejará, literalmente, fritos. Nuestra cultura autodestructiva se dispone a enviar sus mortíferos tentáculos a miles de años de distancia. El Apocalipsis por delegación, como herencia, por vocación.
Nada que agregar.

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