jueves, 19 de enero de 2017

Sin más palabras


En su libro El hombre en busca de sentido, Victor E. Frankl aclara desde el inicio que su objetivo no es dar a conocer las condiciones de vida en el campo de concentración (lo que habían hecho otros sobrevivientes) sino detenerse en vivencias personales y las formas en que algunos prisioneros encontraron sentido a los sufrimientos inenarrables que allí padecieron. Sin embargo hay dos pasajes en los que sin entrar en detalles dice muchísimo.

En el primero de ellos se refiere a las pesadillas.

Nunca olvidaré una noche en la que me despertaron los gemidos de un prisionero amigo, que se agitaba en sueños, obviamente víctima de una horrible pesadilla. Dado que desde siempre me he sentido especialmente dolorido por las personas que padecen pesadillas angustiosas, quise despertar al pobre hombre. Y de pronto retiré la mano que estaba a punto de sacudirle, asustado de lo que iba a hacer. Comprendí en seguida de una forma vívida, que ningún sueño, por horrible que fuera, podría ser tan malo como la realidad del campo que nos rodeaba y a la que estaba a punto de devolverle.
El otro texto también es desgarrador.

Además de la selección de los “capos”, que corría a cargo de las SS y que era de tipo activo, se daba una especie de proceso continuado de autoselección pasiva entre todos los prisioneros. Por lo general, sólo se mantenían vivos aquellos prisioneros que tras varios años de dar tumbos de campo en campo, habían perdido todos sus escrúpulos en la lucha por la existencia; los que estaban dispuestos a recurrir a cualquier medio, fuera honrado o de otro tipo, incluidos la fuerza bruta, el robo, la traición o lo que fuera con tal de salvarse. Los que hemos vuelto de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o milagros –como cada cual prefiera llamarlos- lo sabemos bien: los mejores de entre nosotros no regresaron.

Punto.

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