Me
gusta mucho leer a G.K. Chesterton y recurro a él con frecuencia; siempre salgo
tocado, tanto por los temas que aborda como por la manera en que lo hace.
Entiendo que es un conservador lúcido, provocador, irónico, con gran sentido
del humor, que con frecuencia presenta virajes inesperados en el desarrollo de
sus ideas. Aun cuando reivindica la ortodoxia, asume su libertad para encarar
las diferentes problemáticas que concitan su interés. Por todos estos motivos,
y muchos más, es convocado con frecuencia a este blog.
Y hoy
nos detenemos en su aversión hacia los predicadores, de lo que da cuenta
Santiago Alba Rico.
(…)
Chesterton, que los conoció de todas las clases, no podía sufrir a los
predicadores. Ya predicasen el arte por el arte, el socialismo o el nombre de
Cristo, siempre le pareció más decisivo, a la hora de clasificarlos, el
temperamento que todos ellos compartían que las doctrinas que los enfrentaban.
Nunca predicó contra ellos; los desnudó a golpes de razonamiento, los azotó,
sacudió y derribó con sus argumentos e incluso arrojó a uno de ellos –o lo
intentó- por la ventana. (…)
A los
predicadores de derechas les afeaba su aristocratismo nihilista, que
sacrificaba el patriotismo al imperialismo y los vicios más decentes a las
virtudes más criminales. No soportaba a los escépticos que no creían ni en la
tabla de multiplicar ni en los milagros, pero sí en los periódicos y las
enciclopedias; ni a esos otros que, al mismo tiempo que sospechaban del arte,
se vanagloriaban de sus propias obras.
Su catolicismo
militante no impidió que arremetiera contra los suyos, amparado en una de sus convicciones
innegociables: “La iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el
sombrero, no la cabeza.” Es así que de acuerdo a lo que afirma Alba Rico: “Tampoco
soportaba a los creyentes desmesurados incapaces de medir una castaña y, aún
menos, una montaña, tan ocupados en dejarse devorar por Dios como para desdeñar
comerse un pollo; ni a esos otros tan henchidos de fe que dudaban de sus
propios razonamientos y temían sus pasatiempos.” Y en ocasiones –según el mismo
Santiago Alba Rico- confluían sus críticas a ambos sectores. “A unos y a otros
les reprochaba, en definitiva, lo mismo: que nunca estuviesen de humor para las
cosas y que, a fuerza de no apoyar en nada su lógica o sus misterios, acabasen
por predicar –y promover- la Nada contra los hombres.”
Es
importante señalar que Chesterton consideraba al orgullo como responsable de
muchos de los males que aquejaban a la sociedad de su tiempo, por lo que
reconocía que en el improbable caso que se viera obligado a predicar, no
dudaría en dirigirle sus ataques.
Si
tuviera que predicar un solo sermón, sería contra el orgullo. Cuanto más veo lo
que ocurre en esta vida, y especialmente en la vida moderna, práctica y
experimental, más me convenzo de la realidad de las antiguas tesis religiosas:
que todo el mal comenzó con una tendencia a la superioridad; en un momento en
que, bien se podría argumentar, el cielo se partió como un espejo porque hubo
un gesto despectivo en el Paraíso. (…)
El
orgullo es un veneno tan fuerte que no sólo envenena las virtudes; también a
los otros vicios.
Ahora
bien, Chesterton reconocía sus limitaciones y aceptaba que tampoco él (quizás
agregaría, menos que nadie) podría ser un buen predicador. “En suma, si tuviera
que predicar sólo un sermón, sería uno que seguramente irritaría profundamente
a la congregación (…)”
Ante
ello, y fiel a su estilo, extrae una conclusión tajante: “Si tuviera que
predicar sólo un sermón, tendría la absoluta seguridad de que no me pedirían
que dijera otro.”
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