Hace unos días asistí a la Cineteca a una sesión del ciclo
de películas realizadas a partir de novelas de Patricia Highsmith. En este caso
tocó el turno a El amigo americano (basada
en la novela El juego de Ripley) dirigida
por Wim Wenders en producción franco-germana del año 1977. Sus actores
protagónicos son Bruno Ganz (quien personificó a Adolf Hitler en “La caída”) y
Dennis Hopper. Después de la exhibición siguieron comentarios de la escritora
Ana García Bergua (hija de Emilio García Riera, connotado especialista cinematográfico) quien destacó la particularidad que en
la película actúan varios directores cinematográficos como Gérard Blain, Jean
Eustache, Samuel Fuller, Dennis Hopper, Peter Lilienthal, Nicholas Ray y Daniel
Schmid.
El film está dedicado a Henri Langlois quien –Wikipedia
informa- era amigo de Wenders y había fallecido durante el rodaje. “En las
escenas rodadas en el metro de París, el personaje que interpreta Daniel Schmid
está leyendo el diario Libération en
cuya portada aparece la noticia del óbito y una fotografía del finado.” La
dedicatoria de Wim Wenders constituía un sentido homenaje a quien había fundado
la Cinemateca Francesa en 1936, haciendo posible que se preservara y difundiera
antiguo material fílmico que había contribuido a la formación de muchos
directores.
Fue así como recordé que había guardado un artículo
periodístico acerca de Henri Langlois que me había llamado la atención. Costó
ubicarlo pero aquí está. En esta nota Edgardo Cozarinsky explica el interés por
ubicar, cuidar y difundir el acervo fílmico.
En la infancia de todo creador, y Langlois lo fue a su
manera, hay una escena madre, no necesariamente la escena originaria como la
entendió Freud. El escritor y cineasta argentino [el mismo Edgardo Cozarinsky]
que le dedicó un filme (Citizen Langlois,
1995) propuso una hipótesis más bien literaria: “Es necesario haber perdido
todo muy temprano para más tarde querer conservarlo todo”. Langlois había
nacido en 1914, hijo de franceses instalados en Esmirna; por lo tanto tenía
ocho años el 13 de septiembre de 1922 cuando las tropas de Atatürk, triunfantes
sobre las ruinas del imperio otomano, incendiaron esa ciudad cosmopolita,
mercantil, para desterrar a las comunidades extranjeras, en primer lugar la
griega, que allí habían prosperado durante siglos. El fuego se prolongó durante
diez días. Desde el barco que rescataba a su familia, el pequeño Henri,
impresionado por las ruinas humeantes de lo que había sido su mundo le pedía al
capitán: “Tome fotos, por favor. ¡Tome fotos!”
Es así como Langlois se impone la misión de ir detrás
de aquello que corría el inminente riesgo de perderse para siempre; continúa
Cozarinsky.
En el mercado de pulgas el joven Langlois iba a
comprar cuanta lata de celuloide estuviera al alcance de su dinero de bolsillo;
en la descarga pública iba a rescatar celuloide que hubiese terminado
convertido en pomada para zapatos. En una época en que era hábito de la pequeña
burguesía francesa acudir una vez por semana al establecimiento de baños de la
vecindad, ese tesoro ignorado fue almacenado en la bañadera del departamento
familiar.
Subraya Cozarinsky que de acuerdo a los criterios de
Henri Langlois “no se debe guardar sólo las obras maestras consideradas tales
por el lábil presente: el paso del tiempo puede devaluarlas, redescubrir lo que
hoy se ignora, reevaluar lo que se ha despreciado.”
¿Con qué apoyos contó Langlois para su tarea? Pocos,
muy pocos. En su caso, como en tantos otros, las instancias oficiales le
cerraron las puertas. Señala Edgardo Cozarinsky que “(…) hacia 1934, el joven
Langlois, delgado y de ojos desorbitados, buscaba apoyo ministerial para los
primeros pasos de la Cinemateca. Un funcionario desdeñó su proyecto llamándolo fouineur de poubelles, algo así como ‘hurgador
de tachos de basura’.”
¿Cómo no sumarse a aquella dedicatoria de Wim Wenders?
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