No es
de ahora la impresión causada al ver a Nueva York iluminada. Cuentan que en su
visita a esa ciudad -a mediados de los años cincuenta del siglo pasado- el
escritor catalán Josep Pla después de observar atentamente los innumerables
rascacielos iluminados preguntó: “¿Y todo esto quién lo paga?”.
En la
oscuridad todo cambia y las contrariedades no son menores cuando se va la luz,
ya que estamos acostumbrados a funcionar con energía a disposición. Sin embargo
Gay Talese reivindica los muchos aspectos positivos que puede llegar a tener un
apagón.
A las dos
y cuarenta y nueve minutos de la tarde del miércoles 12 de mayo de 1959, en una vasta zona de Manhattan se fue
la luz y muchos barrios estuvieron a
oscuras con los relojes parados, la cerveza caliente, la mantequilla derretida
y las conversaciones íntimas a la luz de las velas en bares sin televisión. Fue
estupendo. La gente tenía algo de que hablar.
Pero
además de contar con tema de conversación hubo necesidad de realizar acciones
cotidianas en forma creativa.
Era
posible tomarse un trago tranquilamente y cruzar la calle a pesar de imaginarios discos rojos. Inquilinos
acostumbrados a los ascensores tuvieron que subir las escaleras a pie, para
variar. Las personas se duchaban y se secaban en la sombra. Los hombres
afeitaban barbas que no veían.
En
esas circunstancias –continúa Talese- hubo quienes se encontraban más
capacitados para hacer frente a la contingencia.
Sólo los
ciegos no estaban atemorizados. A las tres y diez de la tarde, en el número
1.880 de Broadway, en el oscuro edificio del Asilo para Judíos Ciegos de Nueva
York, 200 obreros invidentes, que conocían cada pulgada del lugar al tacto, guiaron a setenta obreros videntes por
las escaleras hasta alcanzar la calle sin percances.
Las
cosas cambiaron cuando Nueva York regresó a la normalidad. “Pero al día
siguiente volvió la luz. Los ciegos fueron olvidados en esta gran ciudad de
conversaciones sobre el tiempo.”
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