Tal vez por confiarle nada menos que su testa pero lo
cierto es que todo cliente establece un vínculo muy especial con su peluquero
de cabecera. Claro está que existen profesiones y oficios con más prestigio, de
ahí que muchos niños deseen ser médicos, ingenieros, pilotos, choferes…, pero
también está quien anhela ser barbero; tal fue el caso de Fernando Fernán Gómez.
Otro oficio que me pareció muy
interesante fue el de barbero. No por cortar el pelo, que eso no me atraía,
sino por el ambiente de las peluquerías, en el que me prendían la atención,
particularmente, los espejos; los espejos enfrentados en cuyo azogue mi imagen -estaba
yo encaramado en la sillita supletoria- se multiplicaba incomprensiblemente
hasta el infinito. El agitar habilidoso de las tijeras en manos del peluquero
también atraía con insistencia mis miradas. Pero lo que había decidido hacer
cuando fuera mayor, era afeitar. Aquella operación me parecía maravillosa:
embadurnar las caras de jabón, hacer que fuera surgiendo la blanquísima espuma,
que se hinchase sobre las mejillas, el mentón y el cuello. Y luego pasar
delicadamente la navaja, llevarse en ella el jabón y con lento cuidado
depositarlo en el cacharrito de metal y goma. Tenía yo un muñeco grandote que
se llamaba Pepe. Debió de ser el nombre de Pepe muy significativo para mí,
porque también se llamaba Pepe mi amigo imaginario y secreto con el que hablaba
a solas cuando me aburría, en casa, en los cuartos de las pensiones o en los
largos paseos cogido de la mano de alguien. A ese muñeco, a Pepe, le afeitaba
(…) Me dejaban jabón y una brocha vieja
y le rasuraba una y otra vez al tiempo que charlaba con él como había visto
hacer a los barberos.
Es muy probable que en más de un momento de enojo y
contrariedad en los escenarios, don Fernando -extraordinario actor con
reconocido (mal) carácter- hubiese lamentado no haber seguido su vocación
primigenia…
En España, país con vocación de tertulia, las
peluquerías se convierten -junto a bares y cafés- en espacios idóneos para
encendidas polémicas en relación a temas varios: política, comidas, fútbol,
toros, historia, etc. Así las cosas, Rafael Azcona recuerda a un profesional de
la navaja que marcaba la cancha con intención de que las eventuales
discrepancias, a que el tema del día pudiera dar lugar, no redujeran su
clientela.
(...) siempre
admiré a un barbero ampurdanés del que nos hablaba a Manolo [Vincent] y a mí
nuestro amigo Juan Estelrich (...)
El barbero en cuestión, antes de meterle al cliente
la tijera, le preguntaba amablemente: “¿Con conversación o callado?”. Si le
pedían que mantuviera cerrada la boca no despegaba los labios, pero si el
cliente deseaba conversación, el barbero inquiría: “¿Dándole la razón o con
controversia?”.
El tema da para mucho y prueba de
ello es la descripción que hace Arturo Peón Barriga en cuanto a las tarifas
diferenciadas en una peluquería de Sololá, Guatemala.
[Fernando Paiz] me
cuenta que existe una peluquería en el pueblo de Sololá en Guatemala, que está ubicada justo en la parte
superior de un monte desde donde se domina el Lago Atitlán que está cercado en
el fondo por volcanes. En la peluquería existen dos hileras de sillas para que
los clientes se atiendan. Mientras una de ellas está orientada hacia el
interior del salón, la otra permite apreciar la vista. Con el tiempo los
peluqueros empezaron a cobrar tarifas diferenciadas para cada hilera: un corte
con vista cuesta significativamente más que un corte sin vista. Desde entonces,
los grandes señores de la región se aseguran de pagar un corte con vista, pues
en el pueblo, este se ha convertido en un símbolo inequívoco de estatus, y los
transeúntes que pasan frente a la peluquería, se encargan de hacer correr
oportunamente la voz que distingue y señala a los unos de los otros según su
jerarquía y señorío.
Los peluqueros
–escuchadores profesionales, expertos en las sutilezas del alma humana e
intuitivos comerciantes- han pintado en la pared del fondo de la peluquería
exactamente el mismo paisaje que se abre al frente, con los mismos volcanes y
todo. Han justificado así un ligero incremento en las tarifas de los cortes sin
vista, y permiten, al mismo tiempo, a los clientes menos pudientes, vivir,
mientras dura el corte de pelo, la experiencia de ser un gran señor.
Nunca podré olvidar
la sorpresa que me llevé hace ya muchos años al descubrir en los camellones de
la Avenida Zaragoza, ya de cara a la salida hacia Puebla, peluqueros trabajando
en plena calle. Ello me inspiró a escribir un cuento que tal vez algún día
comparta en este espacio.
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