La literatura de mensaje siempre
ha tenido sus defensores y detractores. ¿Debe la literatura estar al servicio
de aquello que el autor quiere trasmitir?, ¿la escritura tiene un compromiso
moral y debe responder por ello? Aun cuando hoy estas preguntas no son tan
frecuentes, de vez en cuando el tema vuelve al tapete con diversas
formulaciones como por ejemplo ¿es conveniente la enorme difusión adquirida por
la narcoliteratura?
Simon Leys no evitó referirse
a esta cuestión.
Hace
poco, recibí de pronto una crítica implacable por haber sugerido (entre otras
herejías) (…), la idea (absolutamente banal, en realidad) de que la literatura
de creación, siempre que sea artísticamente válida, puede no trasmitir ningún
mensaje. (…)
Algunos
críticos reaccionaron indignados a mi afirmación: “¿Qué? ¿No hay ningún mensaje
en las obras maestras de la literatura universal? ¿Y la Divina Comedia de Dante? ¿Y El
paraíso perdido de Milton?”. Hasta podrían haber añadido más concretamente:
“¿Y el Quijote de Cervantes?”.
Aun más, para Leys la
literatura de mensaje puede fácilmente convertirse en irrelevante mientras que
la valía literaria perdura en el tiempo.
Por
supuesto, muchos poetas y novelistas piensan
que tienen mensajes que comunicar, y suelen creer en el carácter trascendente
de sus mensajes. Pero esos mensajes suelen ser mucho menos importantes de lo
que ellos supusieron en principio. En realidad, a veces son erróneos, o
directamente estúpidos o incluso detestables. Y a menudo, al cabo del tiempo,
llegan a ser sencillamente irrelevantes, mientras que las obras en sí, si
tienen auténtico mérito literario, adquieren vida propia, revelando su sentido
verdadero y perdurable a las generaciones posteriores; pero el autor no era
consciente de ese sentido más profundo. La mayoría de los lectores más
fervientes de Dante apenas se interesan por la teología medieval; y muy pocos
admiradores modernos de Don Quijote han
leído los libros de caballerías (y menos oído los nombres de los títulos) que
Cervantes atacó con tan fiera pasión.
Para terminar de dejar en
claro su opinión, recurre a una cita muy conocida -y no por ello menos
pertinente- de Ernest Hemingway.
No es una
idea nueva, desde luego, y eso debería resultar evidente. Hemingway, al que yo
citaba, lo había expresado mejor ante un periodista que le interrogaba sobre
“los mensajes” de sus novelas. Le contestó muy razonablemente: “No hay ningún
mensaje en mis novelas. Cuando quiero enviar un mensaje, voy a la oficina de
correos.”
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