lunes, 3 de agosto de 2020

De oficio imaginero


Las definiciones coinciden en que “la imaginería es una especialidad del arte de la escultura, la representación plástica de temas religiosos, por lo común realista y con finalidad devocional, litúrgica, procesional o catequética”. Su mayor desarrollo tuvo lugar en países de fuerte raíces católicas como España, Italia, Filipinas y algunos de Hispanoamérica. En Wikipedia encontramos que

Si bien la representación plástica de los misterios religiosos acompaña al Cristianismo desde sus primeros siglos, será con el arte románico y gótico, desde el siglo XII al XV, donde comience la evolución de la escultura en madera o imaginería, con fin catequético. Hasta el Renacimiento tienen mucha importancia los maestros flamencos y franceses. Sin embargo a partir del Concilio de Trento (1545-1563) la Iglesia católica, en respuesta a la Reforma luterana, decide potenciar las artes plásticas como medio de alcanzar la atención de los fieles, desarrollándose extraordinariamente la imaginería durante el periodo barroco en el área mediterránea, la península ibérica e Iberoamérica.

En México hubo extraordinarios imagineros como se puede observar en Ciudad de México, Puebla, Oaxaca, Michoacán, Chiapas, Jalisco, Tlaxcala, entre otros lugares.

Seguramente el trabajo ha de haber decrecido en tiempos recientes, sin embargo el oficio permanece y como una muestra de ello encontramos al maestro Antonio Bernal Redondo en la ciudad de Granada, España (http://antoniobernalimaginero.com/).

El imaginero crea piezas individuales así como también grandes obras; Andrés Trapiello presenta un perfil de su vida.

(…) un retablo. El imaginero ha de tallarlo por partes. No lo hace de encargo. Es su trabajo gustoso de carpintero. Tiene incluso, allí al lado, una pequeña fragua. Trabaja también, pues, como herrero, afilando sus gubias y formones, las cuchillas de sus cepillos y garlopas. Tiene, también, un poco de químico cuando, en un  infiernillo, prepara la melosa laca, los barnices, la cola de conejo, la arábiga, que le sirven para pegar ingletes. Él ha buscado y elegido las maderas, él conoce el momento en el que puede trabajarlas, él estofa, él bate el oro preciso para el momento en que habrá de ser también batihoja. No sabe cuándo terminará su obra.

Pero, ¿en dónde inspirarse para plasmar los rostros? Continúa Trapiello

El notario, de quien siempre ha admirado su cabeza redonda y poderosa, ha quedado en figura de centurión, el borrachín del pueblo le ha servido de modelo para un filósofo, el médico que le trata una afección pulmonar consecuencia del polvo del taller y de la inhalación de los vapores de los barnices, hace el papel de Elías el profeta, y así hasta más de seiscientos personajes, que son los contratados… No conoce en su vida a tantos personajes. ¿Cómo podría conocerlos, si no sale casi nunca de su taller? Cuando lo hace, camina deprisa, del taller a su casa, y de su casa al taller, todos los días, cien metros. Así que ha ido combinando caracteres y rasgos fisiognómicos: la nariz del notario, la frente del médico, los ojos del borrachín, la nariz del borrachín, la frente del notario, los ojos del médico…

Las obras de grandes dimensiones, como señala Andrés Trapiello, no podía armarlas en su casa.

Al lado de su taller, donde trabaja, hay un pequeño tendejón de teja vana donde guarda la madera traída de la serrería, y enfrente aquellos otros trozos del retablo ya terminados, que cubre con unas mantas viejas y llenas de polvo. A medida que los va acabando, los va apilando en ese rincón. Jamás podrá ver montada su obra, porque su taller es demasiado pequeño y estrecho, y los techos bajos. Un día se llevarán todos aquellos trozos del retablo para montarlos quién sabe dónde. “Llevo toda una sociedad en la cabeza”, decía un Balzac a quien ni siquiera brumaba esta constatación.

Concluye Trapiello con una referencia a la expresión que identifica la labor “(…) me gusta el nombre de mi oficio: imaginero, por lo que aproxima estas dos palabras: imagen e imaginación, o sea, realidad y ficción.”

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