Ilustración:Margarita Nava |
Es necesario aclarar que esta situación no es nueva pero lo que sí resulta novedoso es la importancia que adquiere el cuerpo en la cultura contemporánea. Por una parte cambia la edad del viejazo que antes podía ser a los 35 años y ahora es mucho más tarde. Hace algunas décadas una señora de 40 podía ser una venerable matrona mientras que hoy es posible encontrar damas sexagenarias de muy buen ver.
Por otro lado son muchos los autores que hablan del culto que ciertos sectores socioeconómicos rinden al cuerpo. En ese entorno no es posible hablar de la belleza de adentro sin la belleza de afuera. Pasaron las épocas en que era habitual decir de alguien: “pobre, es medio feúcha pero es muy bella por dentro” (ante un comentario como el anterior, un chiste de aquellos remotos tiempos preguntaba: “¿y entonces por qué no la dan vuelta?”).
En la actualidad hay quienes intentan rejuvenecer por todos los medios posibles o cuando menos mantenerse, aunque luego renieguen cuando alguien se atreve a comentarles: ¡qué bien conservada que estás! Problema de palabras: procuran mantenerse pero no conservarse.
En años recientes la cirugía estética ha dado pasos gigantescos con muy buenos resultados, pero hay que acotar que estas intervenciones son muy caras, solamente accesibles para minorías. Además se corre el riesgo de que el reciclaje no quede tan bien como se esperaba, cuando las nuevas facciones no resultaron exactas a las escogidas en la revista o en el muestrario virtual que exhibió el galeno en la primera consulta. No falta quien queda con mucho rencor hacia su cirujano, ahora bajo sospecha de que jugó chueco. Abundan relatos de quienes pagaron una fortuna para finalmente quedar como no querían.
Ilustración: Margarita Nava |
Otro riesgo es que el resultado obtenido sea del modelo standard, esa fisonomía repetida hasta el cansancio en una suerte de clonación de rostros mediante el cual sucede que un grupo de amigas ya maduras parecen haberse convertido en gemelas. La incomodidad es manifiesta cuando al llegar a una reunión y encontrarlas a todas juntas, uno no sabe a quién está saludando y opta por no mencionar nombres propios para evitar situaciones incómodas.
Por supuesto que quien centra la vida en su apariencia física debe asumir que el pago de la factura del paso del tiempo será un golpe muy difícil de asumir; así para quienes no tienen un plan B de desarrollo personal, la coyuntura suele presentarse en forma muy dolorosa. Pero no se crea que esta situación es exclusiva de nuestro tiempo. Jorge Mejía Prieto refiere un caso particular.
El 2 de diciembre de 1852, Luis Napoleón Bonaparte se convirtió en el emperador de los franceses con el nombre de Napoleón III. Dos meses después contrajo nupcias con la condesa española Eugenia de Montijo, quien dirigió con acierto la vida social y cortesana del Segundo Imperio y acabó por adueñarse del manejo político de Francia. El emperador —hombre enamoradizo y frívolo— se entregaba en tanto a una serie de aventuras galantes.
La condesa de Castiglione, una de las mujeres más bellas de la corte, se enamoró perdidamente del hombre superficial al que Víctor Hugo puso el sobrenombre de Napoleón el Pequeño, entregándosele sin condiciones. Pero el monarca, después de vivir con ella varios años de idilio, cometió la crueldad de abandonarla la misma noche en que descubrió la primera arruga en su rostro.
Agraviada y profundamente entristecida, la Castiglione determinó vivir entre sombras a partir del desdén de Luis Napoleón, disgustada de su rostro, que le hiciera perder atractivo para el ser amado. Vivió los largos cuarenta años que aún le restaban de vida encerrada en su mansión, donde desde ese día no permitió que entrara la luz del sol ni que se encendieran las luces artificiales, escondida en la oscuridad y con la cara cubierta por un velo negro. Así llegó a la ancianidad y así murió, conocida como la viuda negra de Napoleón III.
La versión de Noel Clarasó presenta algunas variaciones en este episodio de la vida de Virginia Oldoini (1835-1899), condesa de Castiglione.
Un famoso pintor llamado Baudry le hizo un retrato de cuerpo entero, desnuda. Parece ser que era una pintura extraordinaria. La condesa pasaba largos ratos contemplándola. Y enseñaba la pintura a sus amigos, y se gozaba en las alabanzas que hacían de la pintura, como si se las dedicaran a ella. Y, un tiempo después, como ella hubiese engordado un poco, alguien le dijo:-Ahora, desnuda, no seríais tan bella como entonces.La misma noche la condesa cortó la pintura a trozos y los echó al fuego de la chimenea. [...]Así pasan años. La condesa manda retirar todos los espejos de la casa. No se siente capaz de soportar su rostro que un día fue “el más bello de Europa”, estragado ya por el tiempo implacable. Es una viejecita arrugada y ni siquiera los vecinos, aunque le conocen el nombre, han conseguido verla de cerca. Hace cosas raras y la gente, cuando habla de ella, dice:Esa vieja loca.Muere a los setenta años. Está enterrada en el Père Lachaise, con la Dama de las Camelias, con Sarah Bernhardt y con otras mujeres que, un tiempo, en vida, fueron famosas.
La condesa no solo no quiso preguntarle al espejo, como en el cuento, quién era la más bonita sino que optó por suprimir todo aquello que le devolviera el reflejo de su cuerpo. Quizás alguna situación similar a la anterior pudo haber inspirado el dicho popular de que “la suerte de las feas, las bonitas la desean”. Pero esta sentencia también es posible que haya surgido en la mente de alguna dama no particularmente agraciada o en la expresión de amor de un padre ante el dolor de una de sus hijas por sentirse, con razones más que suficientes, la fea de la casa.
La condesa del relato se niega a recibir cualquier evidencia del paso del tiempo por su cuerpo. Conviene preguntarnos acerca de qué espejos (que nos reflejan estados personales, familiares, nacionales, etc.) hemos eliminado de nuestra vista en tanto buenos discípulos de la condesa de Castiglione.
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