lunes, 21 de noviembre de 2011

Las vueltas de la vida

Si damos crédito a numerosas letras de tangos y boleros, cuando la mujer se va por lo general se va para no volver, quizás porque la decisión fue cuidadosamente considerada desde mucho tiempo antes.  En el caso de los hombres, y tal vez porque la partida suele ser resultado de un impulso intempestivo, la cosa es diferente: muchos son los que se van pero con pasaje de ida y vuelta.
Con frecuencia se menciona a aquel marido que salió a comprar cigarros y volvió a su casa muchos años después. Ahora bien, lo que parecía ser tan solo una leyenda urbana se confirma en los hechos si nos atenemos a testimonios originados en diferentes tiempos y diversas latitudes. Así hubo esposos que efectivamente vivían muy lejos de la cigarrería. Alejandro Gómez Maganda refiere algo acontecido en México hace ya muchos años.
(…) Chucho Urueta, el Príncipe de la Palabra, cuyo renombre llega hasta nuestros días
cargado de luminosos créditos, (…) un día, sin más ni más, y obedeciendo a sus apetencias amorosas, con una ella de la farándula que habíale cautivado ciertamente; a pretexto de marcharse a la calle para adquirir una cajetilla de cigarros que, a su decir: “le era muy necesaria”. Sucede que sucedió, que el tribuno de Chihuahua prolongara inusitadamente su viaje hasta Europa, desde la esquina del estanco a donde afirmó dirigíase.
Pasaron los meses y al cabo de un año, el ático orador mexicano de merecido y singular renombre, hubo de retornar a su hogar sin explicaciones habituales. Pidiendo sencillamente, como si en verdad se hubiese ausentado tan sólo por momentos para ir a comprar tabaco; “sus pantuflas y bata, hogareñas...”               

No sabemos si lo anterior fue acompañado del clásico “ahorita”, porque como dice Joaquín Antonio Peñalosa: “Ahorita vengo, avisó el marido a su esposa y lleva tres años esperándolo.” Además, es posible advertir que el regreso de don Chucho se produjo en un entorno de machismo autoritario que le permite no sólo no dar explicaciones sino regresar exigiendo el trato privilegiado de siempre.
Algunos años después en otros rumbos se presentaron situaciones similares. María Esther Gilio relata lo sucedido en Argentina a Aníbal Troilo (el inolvidable Pichuco) con su esposa Zita.
(Zita) era muy tierna con Troilo, él podría haber sido su hijo también. Cuando ella te cuenta que una vez Troilo se fue a buscar fósforos y que eso le llevó tres días y que además llegó sin los fósforos… yo que sé, a cualquier mujer le daría un ataque de furia, pero ella le encontraba gracia a eso, como las gracias que una madre le puede encontrar a un hijo aun cuando en el momento la cosa la volvió loca. Lo quería como era, me parece.
Difícil frontera de amor, aceptación y resignación la que se hace presente en querer a la pareja tal como es.
Adolfo Bioy Casares también incursiona en el tema y documenta casos de algunos maridos que se ausentaron del hogar.
Burone me contó de alguien que, siguiendo a una muchacha, se fue de la casa. Dos años después, una noche, a la hora de comer, volvió. Entregó a su mujer un envoltorio:
—Traje esto —dijo.
Era una pizza.

Parece que no sólo las cigarrerías quedan lejos, también las pizzerías… En el relato anterior no se aclara el destino que tuvo el marido (ni la pizza) a la hora de su regreso. Tal vez el reconocido escritor argentino olvidó comentar el desenlace o quizá ello obedeció a que el tal Burone únicamente conoció la mitad del chisme. Pero sí sabemos del triste desenlace que tuvo otro de los casos citados por el mismo autor

(…) se fue a Cuba y dejó en la aldea mujer y críos sin nunca mandar una carta ni menos una peseta. En la aldea sabían por otros que allá en La Habana el hombre amasó una gran fortuna. Pasados treinta años, volvió: muy elegante con bastón con empuñadura en cabeza de perro, sombrero de fieltro, bigotes, corbata de moño, polainas blancas. Fue a la casa, revoleando el bastón, y lo primero que hizo fue darle a uno de sus hijos unas pesetas para que le comprara cigarritos; después le dijo que se guardara el vuelto, lo que causa muy buena impresión. Por poco tiempo, ya que descubrieron al rato que las pesetas para los cigarritos fueron las últimas que traía. La mujer le dijo: "Por mí, quédate en la casa, pero nada más". De todos modos,  la mujer consultó con los hijos, que dijeron: "Esta bien, pero que quede como criado". Así como criado vivió en su casa y después de no pocos años enfermó y murió. Como criado, siempre.

Otro de los episodios citados por Bioy alude a un fugado que, a la hora de su regreso y seguramente atormentado por su conducta, se impuso a sí mismo una peculiar pena suponiendo que con ello repararía de alguna forma el daño ocasionado.

Eleuterio B. vivía en Córdoba, con su mujer. Una vez fue al almacén, a comprar algo; no volvió a la casa, sino después de diez años (que pasó en el Paraguay, con una china). Cuando volvió no dio explicaciones ni se las pidieron. Al poco tiempo com­pró una enorme jaula de alambre tejido, como las de pájaros, de algunos zoológicos y la llevó a la casa. Introdujo en ella una cama, un ropero, un escritorio, una silla y pasó la vida en la jaula. Los criados la llamaban "el cuarto del señor".

Ahora bien, no se crea que todos los que abandonaron su casa (y para quienes parece que Cuba llegó a ser uno de sus destinos predilectos) fueron recibidos de buena manera por su esposa. Tal es el caso que menciona María del Pilar Montes de Oca Sicilia.

Cuenta mi abuelo que en las Islas Canarias, la tatarabuela o la chozna, se casó a mediados del siglo XIX con su novio de toda la vida. Al poco tiempos y después de hacerle varios hijos, él, pensando en su porvenir y en el de sus hijos, la dejó para irse “a hacer la América”, prometiéndole que, en cuanto tuviera un trabajo y una casa, mandaría por la familia. La señora no tuvo más remedio que aceptar y así fue.
Pasaron los años y esperó y esperó noticias de él, mismas que nunca llegaron –sabía que estaba en Cuba, pero nada más. Ella trabajó en el campo y sacó a su familia adelante.
Tiempo después empezó a cultivar la cochinilla –un insecto que entonces se utilizaba como colorante y era de lo más preciado- y empezó a hacer dinero; se enriqueció, compró una casa más grande y vio crecer a sus hijos y a sus primeros nietos.
Un día, mientras estaba sentada en la terraza de la casa, bordando al atardecer, vio cómo subía un viejo enjuto y flaco por el camino que bordea la colina que llega al pueblo. Era su marido, del que por más de 30 años había perdido el rastro. Estaba solo, se veía demacrado y acabado y lo único que traía consigo era un bote de miel de abeja sobre el hombro. Ella  esperó a que llegara a la casa, lo miró de frente, de arriba abajo y, en tono claro y simple, le dijo:
-Dónde dejaste la pulpa, hubieses dejado el hueso.

Llegados a este punto se podría deducir que todos los regresos fueron motivados por la revalorización del amor perdido o por el remordimiento. Nada más lejos de la realidad, tal como lo demuestra lo que sucedió con un amigo de Fernando Fernán-Gómez de acuerdo a lo narrado por Rafael Azcona.

(…) con el matrimonio en crisis desde hace ya tiempo, decide acabar con la situación y una madrugada, en medio de una bronca con su mujer, echa en una maleta unos calzoncillos y el cepillo de dientes, abandona el hogar dando un portazo, baja a la calle, llueve a mares y no pasa un taxi. Harto de esperar sube a su casa, y su mujer, que está llorando, al oírlo entrar se precipita en sus brazos: “¡Haz vuelto!” Y el amigo, de Fernando echa las manos por delante, para frenarla, y le explica: “No. Es que no hay taxis”.
Volviendo a Adolfo Bioy Casares, es posible que su curiosidad por conocer las circunstancias en medio de las cuales un hombre abandona a su mujer y a sus hijos, lo llevó a registrar casos que conoció directamente o que le fueron referidos por fuentes fidedignas. Entre ellos resaltan algunas situaciones en que el fugado, que en realidad estaba harto de su esposa, disfrazó la partida como un acto de heroísmo guiado por causas muy nobles. “No fue Byron a Missolonghi para pelear por la libertad de Grecia, fue para escapar de Teresa Guiccioli.” Y para dejar claro que no se trató de un evento aislado, concluye: “Es copiosa la lista de héroes que fueron a la guerra para huir de una mujer”. En caso de que dicha suposición se confirmara, es posible entonces que quienes derrocharon valentía en el campo de batalla fueran al mismo tiempo desertores de su frente doméstico.

Por último, cabe preguntarse: ¿esta conjetura expresa la opinión del escritor o le fue trasmitida por alguna de sus tantas amigas conocedora de las ocultas motivaciones del corazón masculino? Sea lo uno o lo otro, una vez más se confirma que nunca falta un desconfiado que siembre dudas en las verdaderas motivaciones que movieron a quienes se comprometieron en causas altruistas.

Se dice que Pascal afirmó que “el corazón tiene razones que la razón desconoce”, ante estas situaciones también podría ser cierto lo contrario: la razón tiene razones que el corazón desconoce.

1 comentario:

paisaje humano dijo...

Muy disfrutable.
Me dejó pensando... ¿por qué el varón, algunas veces, actúa como el hijo pródigo?