domingo, 13 de noviembre de 2011

Un libro de no retorno

Recientemente las autoridades de la ciudad anunciaron que, debido a obras de mantenimiento de carácter impostergable, habría recortes en el suministro de agua. Ese anuncio fue invitación para tomar alguna medida preventiva (siempre insuficiente ante la emergencia) así como para releer “La gota de agua” de Vicente Leñero (México, Plaza Janés, 1984).

Mi padre fue un gran lector. Disfrutaba particularmente de las novelas policiales pero no le hacía el feo a lecturas de política, historia, literatura y crónica en general. Es por ello que desde que vine a vivir a México, en cada viaje a Uruguay le llevaba una buena dotación de libros. Eran de su predilección las obras de Juan Rulfo, Elena Poniatowska, Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Fernando del Paso,  así como algunas de Octavio Paz.
Algo especial aconteció con “La gota de agua”. Fue mi querida amiga Beatriz Ibiñete quien me recomendó que se lo llevara suponiendo, y suponiendo bien, que le podría gustar. Durante su lectura reía a carcajadas al tiempo que contaba diversos pasajes a quienes lo acompañábamos en ese momento. Tanto le gustó que lo recomendó y prestó a varios de sus amigos; por lo visto a alguno de ellos también le gustó porque en uno de esos tantos préstamos, el libro ya no regresó a sus manos. Por tanto en sus cartas me pedía que no olvidara llevárselo nuevamente en el próximo viaje. Tanto el préstamo como la no devolución se repitieron muchas veces, por lo que “La gota de agua” ha sido el libro que más veces he comprado.
El argumento se basa en la vivencia personal del autor referente a  una temporada en que faltó agua en su casa. De alguna manera ello lo conduce a rememorar algunos incidentes que tuvieron lugar en su época de estudiante, cuando al finalizar su carrera de ingeniero le correspondió prestar servicio social cuando se construía la Ciudad Universitaria, siendo responsable de la instalación de los urinarios en uno de los baños de varones.

Enamorado como andaba por aquel entonces, sufrí una pequeña confusión en el momento de leer el catálogo de muebles sanitarios. En lugar de dictar a Saúl Mercado las alturas a que debían instalarse la alimentación y el desagüe del urinario 2422, pongamos por caso –seleccionado por las Oficinas Técnicas de CU, dicté las especificaciones del urinario 2423 que no había seleccionado nadie. Las diferencias entre uno y otro mueble eran de unos cuantos centímetros y no advertí el error hasta después de enmosaicados los muros e instalados los urinarios en los baños para hombres del largo edificio rectangular.
Llegué a la obra un mediodía, seguro de que mis plomeros habían concluido ya la última etapa de nuestro trabajo en Ciencias Políticas. Antes de subir al baño-hombres del segundo piso me detuve a contemplar la construcción hermética como una caja de zapatos. De aquí saldrán, reflexioné, los nuevos políticos que cambiarán el rumbo del país.
Iba a seguir reflexionando cuando se me presentó de sopetón el ayudante de Saúl Mercado.
-¿Ya terminaron? –pregunté con firmeza.
-Sí, ingeniero, nomás que hay un problemita.
-No llegaron los urinarios.
-Cómo no. Los acabamos de instalar.
-¿Y funcionan?
-Funcionan muy bien, ingeniero. Su alimentación perfecta, su descarga normal: todo funciona. Pero hay un problema.
El ayudante de Saúl Mercado tenía la maldita manía de impacientarme. A veces se comportaba como un lerdo, era lento en sus reflejos; medio tarolas, la verdad.
Dejó de rascarse la cabeza. Dijo:
-No alcanzo.
-Qué cosa.
-Estuvieron mal nuestras medidas, ingeniero; no alcanzo.
-No alcanzas a qué.
-A miar, ingeniero.
Reprobé con un gesto la vulgaridad del ayudante de Saúl Mercado y subí de dos en dos los escalones hasta el baño-hombres del segundo piso. Brillaba de limpio. Los excusados preciosos, los lavabos encantadores, pero sí, ciertamente los urinarios se veían un poquitín más elevados de lo normal, digamos unos 15 o 20 centímetros.
Aunque de inmediato capté el origen de la equivocación, no quise manifestar el menor signo de alarma ante el plomero para no mellar mi imagen de autoridad. Prefería realizar una verificación técnica, in situ. Me planté frente al primer urinario de la batería, desabroché la bragueta y descargué contra el mueble el hilo amarillo de mi vejiga. Lo hice con un trazo parabólico, sin excesiva dificultad. El ayudante de Saúl Mercado me observaba a distancia, con discreción.
Mientras me abrochaba de nuevo la bragueta lo miré severamente:
-Cuál problema, tú.
-Usted si alcanza porque está alto –sonrió el ayudante de Saúl Mercado-, pero dónde van a miar los chaparros como yo.
-Qué orinen en el excusado –grité, y salí del baño sin darle más explicaciones. Tampoco se las di a Enrique González. En mis hojas del reporte puse puras palomas y OK OK OK OK a todos los renglones del programa. Los supervisores de las Oficinas Técnicas de CU, seguramente basquetbolistas, jamás hicieron reclamación alguna.
Veinticinco años después fui a mironear, por pura nostalgia, el edificio donde trabajé por primera vez. Supe que nunca perteneció a la Facultad de Ciencias Políticas. Lo destinaron primero a Economía y luego alojó la Escuela de Administración. El tiempo no había pasado en balde. El baño-hombres del segundo piso estaba sucio, pintarrajeadas sus paredes de mosaico, deteriorados los muebles. Alguien, sin embargo, había llevado a cabo una modificación estructural: bajo la batería de urinarios, sobre el piso, levantó una plataforma de cemento de 15 centímetros de altura. Ahora hasta los jockeys podían orinar ahí cómodamente.
Es así que preocupado por la falta de agua en su casa y los contratiempos que ello le ocasiona, Vicente Leñero continúa recordando otros episodios singulares que tuvieron lugar durante su servicio social
(…) se presentó el administrador de la escuela. Se permitía distraernos de nuestro trabajo, dijo, para que le resolviéramos un problema secundario pero muy urgente. Un excusado de la planta baja estaba tapadísimo y quería ver si nosotros/
-Cómo no, desde luego, en un ratito –dije al administrador.
Con Saúl Mercado y su ayudante me asomé al baño. El excusado estaba ciertamente tapado, pero el verdadero problema era que más que una persona había hecho uso del mueble y la mierda acumulada durante quién sabe cuánto tiempo en la taza producía, además de un espectáculo espantoso, un olor nauseabundo.
Hui del baño con deseos de vomitar. Saúl Mercado y su ayudante salieron corriendo tras de mí.
Me puse serio:
-Hay que destapar ese excusado, Saúl, inmediatamente.
-Sí ingeniero, cómo no –dijo Saúl, pero se dirigió a su ayudante-: Ya oíste. Traite la bomba y el gusano y te lo destapas.
Durante segundos el ayudante de Saúl Mercado se quedó como una estatua mirando a su jefe y luego a mí. Al fin estalló:
-Oigan no, no se vale, a mí no me pongan a hacer eso. Yo no tengo la culpa de que esa gente cochina se ponga a cagar donde no debe. Cómo voy a meter ahí las manos. Yo no le entro de plano.
-Alguien tiene que hacerlo.
-Yo no, ingeniero.
-Ándale y no repeles –ordenó Saúl-. Si no se puede con la bomba quitas la taza y le das con el gusano.
De nada sirvieron las protestas del ayudante. Sus jefes nos mantuvimos inflexibles.
-Bueno, está bien. Pero con una condición, ingeniero: que me dispare una botella de tequila. Sólo pedo me pongo a destapar esta chingadera.
Le di un billete y regresó al poco tiempo con las herramientas y una botella de Sauza. Ya sin repelar se introdujo en el baño nauseabundo y ahí se pasó toda la mañana y toda la tarde accionando como un desesperado. Cuando salió no podía mantenerse en pie de borracho que estaba. Gruesos lagrimones le resbalaban por los cachetes.
-No pude –gemía-. No pude, no pude, no pude.
En “La gota de agua”, Leñero narra las múltiples vicisitudes por las que atraviesa su familia ante la falta del vital líquido, así como los muchos intentos fallidos por solucionar ese drama doméstico. Durante el tiempo que se mantuvo la falta de suministro todo era pensado en términos de disposición o carencia de agua. Ejemplo de ello fue el domingo 31 de enero de 1982 en que concurrió con su familia al Palacio de Bellas Artes a un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por el maestro Sergio Cárdenas
(…) imaginé a más de uno (de los músicos) enjabonado bajo la regadera, histérico porque el agua se acabó de repente. Cuántos de aquellos músicos se habrían desayunado con la sorpresa de una llave que no escupe, de un tanque de excusado completamente vacío. Tocaban ahora ocultando el malhumor, sudorosos por el trajín musical. Tal vez el mismo Sergio Cárdenas no tuvo agua ni para mojarse la cabeza que sacudía de derecha a izquierda como un plumero durante el adagio de la Sinfonía en do mayor K. 425 de Mozart.
Por esos días la posibilidad de ser feliz quedaba restringida a los privilegiados que contaban con normal abastecimiento de agua en sus casas y que por lo mismo no dejaban de ser  envidiados.
En la tele, a eso de las diez de la noche, cantaba Napoleón. Se veía rozagante, limpiecito, como si acabara de salir de una ducha. Pinche Napoleón privilegiado, qué envidia.
Me dormí hasta las tres de la madrugada cansado de esperar el ruido del agua subiendo a los tinacos y llenado el tanque del excusado.
Nada se oyó.
Mi padre falleció hace muchos años pero aun mantengo la costumbre de que si al entrar a una librería de viejo me encuentro con un ejemplar perdido de “La gota de agua”, no resisto la tentación de adquirirlo. Por alguna extraña razón la historia se repite ya que lo he prestado en varias ocasiones y en más de una oportunidad su salida fue sin retorno; es por ello que siempre tengo más de uno.
Hace unos días Vicente Leñero recibió un muy merecido reconocimiento literario, por tanto es buena ocasión para releerlo. Sí, ya sé que los tiempos imponen lecturas serias acordes con lo que se vive pero tal vez no haya nada más serio que convocar a la sonrisa en estos días en que las cosas están como están.

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