miércoles, 21 de marzo de 2012

Un contagio inesperado


En el inicio del proceso de independencia de los países hispanoamericanos, los sectores dominantes veían con desagrado así como desprecio las maneras y costumbres de uso habitual entre los grupos de origen popular. Las élites descubrían en Europa un centro cultural, cuyos modelos de convivencia sería conveniente emular para fortalecer el proceso civilizatorio americano. En las comparaciones entre ambas regiones invariablemente los nacientes países americanos  llevaban las de perder.
Para el caso rioplatense fueron muchos quienes pensaron que la solución podría derivar de las oleadas migratorias que procedentes de Europa y portadoras de sus hábitos culturales, contribuirían a mejorar la raza así como a superar las costumbres bárbaras del criollaje y del gauchaje. Al respecto dice Jorge Lanata que “Sarmiento y Alberdi querían cambiar al pueblo. No educarlo, sino liquidar la vieja estirpe criolla y llenar el espacio vacío con sajones.”
Pero como suele suceder, las cosas no resultaron tal como estaban previstas porque, añade Lanata,  “(…) la realidad les jugaba a diario una mala pasada: los ingleses se agauchaban, también los franceses y los italianos.” Vaya paradoja: no solo los criollos no se europeizaban, sino que eran los europeos quienes se agauchaban. Ante la pluralidad de lenguas de los inmigrantes, cuenta Macedonio Fernández, cuando los gauchos “(…) oían y veían conversar animadamente en alemán o inglés a extranjeros, decían: ‘Se ve cómo les gustaría hablar’.” Así, el criollo se sentía digno de ser copiado y no estaba tan dispuesto a aprender de los fuereños.  Es posible ilustrar la manera en que aquellos que supuestamente venían a civilizar terminaron por asimilar algunos de los usos tradicionales autóctonos (si bien realizando algunas variaciones) citando a Isidro Más de Ayala a través de lo sucedido con el mate.
¿Y los que toman mate en vasos de vidrio? ¡Perdónalos Señor! ¿Qué fué de aquellos mates labrados con escudos nacionales, banderas, soles e iniciales entrelazadas? ¿Y qué de aquellas calabazas cuyas bocas lucían cinceladas boquillas? ¿Y de los altos mates de pie que la negrita cebaba a la dama patricia? ¿Qué fué Fabio, oh dolor? Como el primer impulso de la profanación sería dirigirse a lo más sagrado del santuario, la regresión vulgarizadora a que asistimos ha desplazado a la cucurbitácea nativa y generosa, reemplazándola por un vaso de vidrio que se compra por 15 centésimos en un bazar. Debemos anotar, en descargo de los criollos, que los iniciadores de este barbarismo son los emigrantes que llegan a nuestra tierra. Polacos, lituanos y libaneses asimilan con tanta facilidad nuestras costumbres que toman mate al poco tiempo de llegar. Como lo dice Silva Valdez, es por la boca que los extranjeros comienzan a acriollarse, y —agregamos nosotros— lo hacen mediante modismos y giros criollos contenidos en paquetes de uno y medio kilo envueltos en papel celofán. 
Pocas cosas tan queridas para los pueblos rioplatenses como el mate tradicional, que en manos de los fuereños vino a degenerar en un simple vaso de vidrio… ¡Qué lejos estuvieron Sarmiento y Alberdi de imaginar que esta infusión, propia de pueblos bárbaros, terminara por seducir a extranjeros arribados a estas tierras! Por cierto que Isidro Más de Ayala atribuye muchas de las limitaciones del desarrollo nacional, en el caso uruguayo, a la cantidad de tiempo que se dedica a tomar mate, ya que si se destinara a causas más nobles podría tener extraordinarios resultados en muy diversas áreas del quehacer humano.
(...) conocemos personas que hubieran llegado a ser grandes creadores —en la ciencia, la industria, el arte— a no ser por el mate. Su preparación lenta y ritual, y luego su ingestión amante y deleitosa, les consumía diariamente las dos primeras horas de la mañana —las más fecundas—; y luego, con la euforia que el mate les producía, debían ir a un café a exponer con dialéctica abundante sus teorías y planes para mejorar el mundo, corregir defectos universales, enjugar déficits millonarios y otros problemas igualmente magnos, después de cuya solución verbal quedaban tan agotados que debían dormir una siesta reparadora. Y luego, para despejarse de la siesta, tenían que tomar mate, y otra vez al café.
Y, así, entre mate, siesta y tertulias de café, transcurrió la existencia de personas que debieron llegar a ser un Tomás Edison, un Henry Ford o un Chevrolet.
Según el mismo autor, hacer el cálculo del tiempo destinado a matear puede ser contraproducente.
Un capacitado médico de clientela y triunfos científicos en aumento, resolvió un día no tomar más mate, pues había hecho el cálculo en horas del tiempo que le había consumido esa práctica desde la adolescencia y quedó horrorizado de los días que por ella “había perdido”. No han pasado muchos años y este galeno debe guardar reposo de tiempo en tiempo porque sufre de úlcera gástrica. El propio tiempo atrasa el reloj a quienes pretenden adelantarlo.
Para concluir solo resta formular una pregunta: ¿cuántos extranjeros pudieron haber destacado en sus tierras de origen de no haber llegado a estas latitudes en las que dedicaron incontables horas a tomar mate en un deslucido vaso de vidrio?

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