Muchos fueron los uruguayos que tomaron el
camino del exilio a lo largo de los tristes y dolorosos años de la dictadura.
Como lo canta Jaime Roos (“Uruguayos, uruguayos, ¿dónde fueron a parar?”) la
diáspora se extendió por diversos países y para aquellos que tenían vedada la
posibilidad del retorno, el exilio resultaba aún más doloroso. La permanencia
en el país de llegada tenía muchos y variados costos: disgregación familiar,
desarraigo, dificultades de integración, idealización de lo que quedaba atrás,
subestimación de la cultura del país de arraigo, riesgo de vivir en ghettos,
etc. (ya después vendría el tiempo de agradecer a los países de acogida). Pero
también hubo otros desafíos entre los que no fue el menor mantener las convicciones
ideológicas en entornos diferentes. Hubo quienes conservaron sus principios, también
se dio el caso de aquellos que viviendo cambios radicales no renunciaron a la
esencia de sus convicciones y asimismo se presentaron situaciones de flagrante
contradicción entre el decir y el hacer.
Oscar Orcajo, entre las situaciones vividas
en su propio exilio, da cuenta de lo acontecido a un compatriota que residía en
Italia.
(…) estaba en la
lona y se pasaba despotricando contra los tanos, que discriminaban y explotaban
a los tercermundistas, aprovechándose de sus necesidades. Los compañeros lo
ayudaron a él y a su familia. Por suerte la cosa se fue arreglando y levantó
cabeza. Ya trabajaba por su cuenta y a veces se asociaba con algunos amigos de
la colonia para alguna tarea que requería servicios múltiples: albañilería,
pintura, electricidad. Una vez los llamaron para reformar una oficina; era un
trabajo grandecito. Entre otras cosas había que tirar abajo un muro y sacar azulejos.
Estaban discutiendo dónde conseguir mano de obra para estas tareas, cuando el
ex-desocupado se despachó con la propuesta de “contratar a los negritos de
Frascati, que laburan por cuatro pesos”. Los “negritos” eran africanos, que
recién habían llegado al país y vivían en condiciones inhumanas, en un pueblo
cercano a Roma.
Este tipo de comportamientos no fueron
predominantes entre los exiliados, pero lo cierto es que hubo quienes no
pudieron (¿pudimos?) hacer que sus convicciones se mantuvieran firmes por
encima del tiempo y el espacio.
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