lunes, 7 de mayo de 2012

De entierros y enterradores


Hace algunos años -en plena dictadura- una reconocida docente nos hacía el siguiente relato. Cuando ella era niña, su familia vivía en la calle Canelones, cerca de la Plaza José Pedro Varela, en la ciudad de Montevideo; por esa calle pasaban los cortejos fúnebres que se dirigían al Cementerio del Buceo.
Un fino carruaje tirado por caballos iba a la cabeza de la procesión. En las alturas del coche y con impresionante aire formal, tanto en la vestimenta como en el rostro severo en el que destacaba un bigote eternamente emprolijado, el cochero conducía el paso de los equinos. La pulcritud de los guantes y el impecable uniforme le proporcionaban cierto tono aristocrático.Allá abajo, muy abajo y solo de soledad venía el muerto en su estuche de madera. La perspectiva era un tanto maniqueísta: vida y muerte; alturas y  profundidades; presencia y ausencia.
El resonar de las herraduras sobre el empedrado ponía en guardia a los niños. Algunas veces resultó falsa alarma y se divisaron los carros blancos del Frigorífico Modelo haciendo el reparto de hielo. Otra forma de frialdad.
Invariablemente el paso del cortejo fúnebre era seguido por los niños que no se perdían detalle mientras miraban por la ventana con sus ñatas contra el vidrio. Era el espectáculo  principal, casi preferido, en aquellos días que se hacía interminables. Contaba mi maestra -con su inigualable amenidad- que cuando estaba en la edad en que los niños juegan al como si fuera (maestro, doctor, mamá, panadero, etc.), ella jugaba con su hermano al cortejo fúnebre. Para ello ponían en el cabezal del sofá, una pila de almohadas sobre la cual él se sentaba haciendo las veces de cochero con la seriedad pintada en el rostro y dos cuerdas, que representaban las riendas, en sus manos. Ella se acostaba en la base del sofá y fungía de muerto mientras contenía la respiración y se esforzaba en poner cara inexpresiva.
Muchos años pasaron y el hermano fue consejero de Estado en tiempos de la dictadura; ella, por el contrario, mantenía una firme oposición al gobierno ilegítimo. Las relaciones entre ambos se habían agrietado. En una de las tardes en que junto a un grupo de entrañables amigos tomábamos clase con ella, terminó el relato diciendo: “... y a mi hermano se le dio. Terminó siendo enterrador de la justicia en el Uruguay”.

No hay comentarios: