Hace algunos años -en plena dictadura-
una reconocida docente nos hacía el siguiente relato. Cuando ella era niña, su
familia vivía en la calle Canelones, cerca de la Plaza José Pedro
Varela, en la ciudad de Montevideo; por esa calle pasaban los cortejos fúnebres
que se dirigían al Cementerio del Buceo.
Un fino carruaje tirado por caballos
iba a la cabeza de la procesión. En las alturas del coche y con impresionante
aire formal, tanto en la vestimenta como en el rostro severo en el que
destacaba un bigote eternamente emprolijado, el cochero conducía el paso de los
equinos. La pulcritud de los guantes y el impecable uniforme le proporcionaban
cierto tono aristocrático.Allá abajo, muy abajo y solo de soledad venía el
muerto en su estuche de madera. La perspectiva era un tanto maniqueísta: vida y
muerte; alturas y profundidades;
presencia y ausencia.
El resonar de las herraduras sobre el
empedrado ponía en guardia a los niños. Algunas veces resultó falsa alarma y se
divisaron los carros blancos del Frigorífico Modelo haciendo el reparto de
hielo. Otra forma de frialdad.
Invariablemente el paso del cortejo
fúnebre era seguido por los niños que no se perdían detalle mientras miraban
por la ventana con sus ñatas contra el vidrio. Era el espectáculo principal, casi preferido, en aquellos días
que se hacía interminables. Contaba mi maestra -con su inigualable amenidad-
que cuando estaba en la edad en que los niños juegan al como si fuera (maestro, doctor, mamá, panadero, etc.), ella jugaba
con su hermano al cortejo fúnebre. Para ello ponían en el cabezal del sofá, una
pila de almohadas sobre la cual él se sentaba haciendo las veces de cochero con
la seriedad pintada en el rostro y dos cuerdas, que representaban las riendas,
en sus manos. Ella se acostaba en la base del sofá y fungía de muerto mientras
contenía la respiración y se esforzaba en poner cara inexpresiva.
Muchos años pasaron y el hermano fue
consejero de Estado en tiempos de la dictadura; ella, por el contrario,
mantenía una firme oposición al gobierno ilegítimo. Las relaciones entre ambos
se habían agrietado. En una de las tardes en que junto a un grupo de
entrañables amigos tomábamos clase con ella, terminó el relato diciendo: “... y
a mi hermano se le dio. Terminó siendo enterrador de la justicia en el
Uruguay”.
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