El crack de 1929 o cuando la broma ha terminado
Impulsados por la grave
coyuntura económica que vivimos, son muchos los economistas que procuran
establecer semejanzas y diferencias entre el momento actual y el crack de 1929.
Las opiniones se dividen: hay quienes encienden los focos rojos sosteniendo que
las similitudes son muchas y también están aquellos que afirman que la crisis
actual es simplemente uno de esos tantos momentos que se presentan en forma
cíclica en el sistema capitalista.
Conviene entonces tener cierta
idea de lo acontecido en el pasado y por ello presentamos una descripción del
crack de 1929 y para ello no hemos recurrido a políticos o economistas sino a
dos artistas: uno del mundo del escenario y el otro de los pinceles.
El notable humorista Groucho
Marx ilustra el clima de efervescencia que se vivía en los años previos. Tiempo
de ganancias fáciles, abundancia de dinero, cifras desmesuradas y ambiciones
desenfrenadas.
(…) un negocio mucho más atractivo que
el teatral atrajo mi atención y la del país. Era un asuntillo llamado mercado
de valores. Lo conocí por primera vez hacia 1926. Constituyó una sorpresa
agradable descubrir que era un negociante muy astuto. O por lo menos eso
parecía, porque todo lo que compraba aumentaba de valor. (…)
Aceptaba de todo el mundo confidencias
sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo, pero incidentes como el que
sigue eran corrientes en aquellos días.
Subí a un ascensor del hotel Copley
Plaza, en Boston. El ascensorista me reconoció y dijo:
-Hace un ratito han subido dos
individuos, señor Marx, ¿sabe? Peces gordos, de verdad. Vestían americanas
cruzadas y llevaban claveles en las solapas. Hablaban del mercado de valores y,
créame, amigo, tenían aspecto de saber lo que decían. No se han figurado que yo
estaba escuchándoles, pero cuando manejo el ascensor siempre tengo el oído
atento. ¡No voy a pasarme toda la vida haciendo subir y bajar uno de estos
cajones! El caso es que oí que uno de los individuos decía al otro: “Ponga todo
el dinero que pueda obtener en United Corporation”.
-¿Cómo se llaman esos valores?
–pregunté.
Me lanzó una mirada burlona.
-¿Qué le ocurre, amigo? ¿Tiene algo en
las orejas que no le funciona bien? Ya se lo he dicho. El hombre ha mencionado
la United Corporation.
Le di cinco dólares y corrí hacia la
habitación de Harpo. Le informé inmediatamente acerca de esta mina de oro en
potencia con que me había tropezado en el ascensor. Harpo acababa de desayunar
y todavía iba en batín.
-En el vestíbulo de este hotel están
las oficinas de un agente de Bolsa –dijo-. Espera a que me vista y correremos a
comprar estas acciones antes de que se esparza la noticia.
-Harpo –dije-, ¿estás loco? ¡Si
esperamos hasta que te hayas vestido, estas acciones pueden subir diez enteros!
De modo que con mis ropas de calle y
Harpo con su batín, corrimos hacia el vestíbulo, entramos en el despacho del
agente y en un santiamén compramos acciones de la United Corporation por valor
de 160.000 dólares, con un margen del 25 por ciento.
Para los pocos afortunados que no se
arruinaron en 1929 y que no están familiarizados con Wall Street, permítanme
explicar lo que significa ese margen del 25 por ciento. Por ejemplo, si uno
compraba 80.000 dólares de acciones, sólo tenía que pagar en efectivo 20.000. El resto se le quedaba a deber al
agente. Era como robar dinero.
En ese ambiente de valores a
la alza no era recomendable dejar pasar las oportunidades que se presentaban,
la información privilegiada que se recibía. Todas las actividades estaban
supeditadas –prosigue Groucho Marx- al funcionamiento de la Bolsa.
En los diarios actuales leo con
frecuencia artículos relativos a espectadores que se quejan de haber pagado
hasta un centenar de dólares por dos entradas para ver My Fair Lady. (Personalmente, opino que vale esos 100 dólares).
Bueno, una vez pagué 138.000 dólares por ver a Eddie Cantor en el Palace.
Todos sabemos que Eddie es un cómico
estupendo. Incluso él lo reconoce sin ningún inconveniente. Tenía una revista
maravillosa. Cantaba Margie, Ahora es el
momento de enamorarse y Si conociesen
a Sussie. Mataba de risa al público con sus bromas características, y
terminaba cantando Whoopee. En
resumen, era un exitazo. Tenía ese algo magnético que hace destacar a una
estrella del montón anónimo.
Cantor era vecino mío en Great Neck.
Como era viejo amigo suyo, cuando terminó la representación fui a verle en su
camerino. (…)
En el teatro existe una ley no escrita
respecto a que cuando dos personas se encuentran (…) deben evitar
cuidadosamente los saludos habituales entre la gente normal. En cambio, deben
abrumarse mutuamente con frases se cariño que, en otros sectores de la
sociedad, suelen estar reservadas para el dormitorio.
-Encanto –prosiguió Canto-, ¿qué te ha
parecido mi espectáculo?
Miré hacia atrás, suponiendo que
habría entrado alguna muchacha. Desdichadamente, no era así, y comprendí que se
dirigía a mí.
-Eddie, cariño –contesté con
entusiasmo verdadero-, ¡has estado soberbio!
Me disponía a lanzarle unos cuantos
piropos más cuando me miró afectuosamente con aquellos ojos grandes y
brillantes, apoyó las manos en mis hombros y dijo:
-Precioso, ¿tienes algunas
Goldman-Sachs?
-Dulzura –respondí (a este juego
pueden jugar dos)-, no sólo no tengo ninguna, sino que nunca he oído hablar de
ellas. ¿Qué es Goldman-Sachs? ¿Una marca de harina?
Me cogió por ambas solapas y me atrajo
hacia sí. Por un momento pensé que iba a besarme.
-¡No me digas que nunca has oído
hablar de las Goldman-Sachs! –exclamó incrédulamente-. Es la compañía de
inversiones más sensacional de todo el mercado de valores.
Luego consultó su reloj y dijo:
-Hum. Hoy es demasiado tarde. La Bolsa
está ya cerrada. Pero, mañana por la mañana, muchacho, lo primero que tienes
que hacer es coger el sombrero y correr al despacho de tu agente para comprar
doscientas acciones de Goldman-Sachs. Creo que hoy ha cerrado a ciento
cincuenta y seis… ¡y a ciento cincuenta y seis es un robo!
Luego Eddie me palmoteó una mejilla,
yo le palmoteé la suya y nos separamos.
¡Amigo! ¡Qué contento estaba de haber
ido a ver a Cantor a su camerino! Figúrate, si no llego a ir aquella tarde al
teatro Palace, no hubiese tenido aquella confidencia. A la mañana siguiente,
antes del desayuno, corrí al despacho del agente en el momento en que se abría
la Bolsa. Aflojé el 25 por ciento de 38.000 dólares y me convertí en afortunado
propietario de doscientas acciones de la Goldman-Sachs, la mejor compañía de
inversiones de América.
Entonces empecé a pasarme las mañanas
instalado en el despacho de un agente de Bolsa, contemplando un gran cuadro
mural lleno de signos que no entendía. A no ser que llegara temprano, ni
siquiera me era posible entrar. Muchas de las agencias de Bolsa tenían más
público que la mayoría de los teatros de Broadway.
Parecía que casi todos mis conocidos
se interesaran por el mercado de valores. La mayoría de las conversaciones sólo
hablaban de la cantidad que tal y tal valor había subido la semana pasada, o
cosas similares. El fontanero, el carnicero, el pandero, el hombre del hielo,
todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios –y en
muchos casos, sus ahorros de toda la vida- en Wall Street.
Aquello no tenía fin y el ciclo de ganancias nunca tocaba
techo por lo que dice el comediante -que comienza a ponerse más serio- se desoían
las voces internas que sugerían abandonar el juego. “Mientras el mercado seguía
ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme cada vez más nervioso. El
poco juicio que tenía me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás
primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba
seguro de que iba a doblar su valor en pocos meses.” Tampoco fueron escuchados –agrega-
los pocos analistas que anticiparon la gigantesca crisis que se aproximaba.
De vez en cuando algún profeta
financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al público que los precios
no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y recordando que
todo lo que sube debe luego bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a
estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. Incluso Barney
Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero americano, lanzó una
llamada de advertencia. No recuerdo su frase exacta, pero venía a ser así: “Cuando
el mercado de valores se convierte en noticia de primera página, ha sonado la
hora de retirarse”.
Hasta que aconteció lo
inevitable y muy rápidamente se suscitó el desplome del mercado de valores.
Groucho fue uno de los damnificados; con pesar narra lo acontecido.
Un día concreto, el mercado empezó a
vacilar. Unos cuantos de los clientes más nerviosos cayeron presas del pánico y
empezaron a descargarse. (…) así como al principio del auge todo el mundo
quería comprar, al empezar el pánico todo el mundo quiso vender. Al principio
las ventas se hacían ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el
buen juicio y todos empezaron a lanzar al ruedo sus valores, que por entonces
sólo tenían el nombre de tales.
Luego el pánico alcanzó a los agentes
de Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando los márgenes adicionales. Esta
era una broma pesada, porque la mayor parte de los accionistas se habían
quedado sin dinero, y los agentes empezaron a vender acciones a cualquier
precio. Yo fui uno de los afectados. Desdichadamente, todavía me quedaba dinero
en el banco. Para evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques
febrilmente, para cubrir los márgenes que desaparecían rápidamente. Luego, un
martes espectacular, Wall Street lanzó la toalla y se derrumbó. Esto de la
toalla es una frase adecuada, porque por entonces todo el país estaba llorando.
Algunos de mis conocidos perdieron
millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí fueron 240.000 dólares. (O
ciento veinte semanas de trabajo, a 2.000 por semana.) Hubiese perdido más,
pero ése era todo el dinero que tenía. El día del hundimiento final, mi amigo,
antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde
Nueva York. En cinco palabras, lanzó una afirmación que, con el tiempo, creo que
ha de compararse favorablemente con cualquiera de las citas más memorables de
la historia americana. Me refiero a citas tan imperecederas como “No abandonéis
el barco”, “No disparéis hasta que veáis el banco de sus ojos”, “¡Dadme la
libertad o la muerte!”, y “Sólo tengo una vida que dar a la patria”. Estas
palabras caen en una insignificancia relativa al ponerla junto a la frase
notable de Max. Pero charlatán por naturaleza, esta vez ignoró incluso el
tradicional “hola”. Todo lo que dijo fue: “¡Marx, la broma ha terminado!”.
Antes de que yo pudiese contestar, el teléfono se había quedado mudo.
En toda la bazofia escrita por los
analistas de mercado, me parece que nadie hizo un resumen de la situación de
una manera tan sucinta como mi amigo el señor Gordon. En aquellas cinco
palabras lo dijo todo. Desde luego, la broma había terminado. Creo que el único
motivo por el que seguí viviendo fue el convencimiento consolador de que todos mis amigos estaban en la misma situación.
Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier otra especie,
prefiere la compañía. (…)
La confidencia del ascensorista de
Boston respecto a la United Corporation se saldó a 3 ½. Las habíamos comprado a
60. La función de Cantor en el Palace fue magnífica y de tanta calidad como cualquier
actuación en Broadway. Pero, ¿Goldman-Sachs a 56 dólares? Durante la máxima
depresión del mercado, podía comprárselas a un dólar la acción.
Dejemos a Groucho Marx para
reseñar el testimonio de José Clemente Orozco, el reconocido muralista mexicano,
quien en ese momento residía en Estados Unidos. Con su cinismo habitual y con
la objetividad propia de quien no fuera afectado en sus intereses personales,
presenta un panorama de lo acontecido.
Una mañana, en 1929, algo muy grave
pasaba en Nueva York. Las gentes corrían más de lo acostumbrado, se discutía
acaloradamente en los corrillos, las sirenas de los bomberos y de la Cruz Roja aullaban
ferozmente por todos lados y las extras de los periódicos, traídas en grandes
fardos a bordo de camiones volaban de mano en mano. Wall Street y sus
alrededores eran un mare mágnum infernal. Muchos especuladores ya se
habían arrojado a la calle desde las ventanas de sus oficinas y sus restos eran
recogidos por la policía. Los office boy ya no apostaban a si el patrón
se suicidaría o no, sino a qué hora lo haría, antes o después del lunch.
Millares y millares de gentes perdían su dinero y cuanto tenían, en pocos
minutos. Los valores de la bolsa bajaban hasta el cero. Una deuda espantosa
ocupaba el lugar de una fortuna. El crash. Sobreproducción por falta de
exportación. Los mercados mundiales estaban atestados de mercancía que nadie
compraba. Cierre de fábricas y desaparición de grandes negocios. Pánico. Falta
de crédito. Alza en el costo de la vida; millones de gentes que se quedaban
repentinamente sin trabajo y las numerosas agencias de empleos de la Sexta y la Tercera avenidas eran
asaltadas en vano por los desocupados. Los poderosos habían prometido una
prosperidad sin fin y aseguraban “una gallina en cada puchero”, pero ahora no
había fuego siquiera en millones de hogares. El municipio se vio obligado a
repartir raciones de sopa y café y por los barrios de Nueva York había
pavorosas “colas” de hombres hercúleos, apenas abrigados por viejas ropas y sin
sombrero, soportando largas horas a la intemperie a una temperatura muy abajo
de cero, de pie sobre una capa de nieve endurecida. Hombres de cara roja, dura,
rabiosa, desesperada, con la mirada opaca y los puños cerrados. Por las noches
abundaban gentes que pedían en las calles, al amparo de las sombras, un “níquel
para un café” y era cosa cierta, ciertísima, que lo necesitaban, sin lugar a
duda. Era el crash, el desastre.
La sobreproducción bajó los precios y
por tanto las utilidades. Para subir aquéllos se disminuye la producción
reduciendo la superficie cultivada plowing under arrancando con el arado
los plantíos de algodón y patatas. Menos minería y menos industria. Pero esto
aumentó el número de los sin trabajo (…)
En su análisis, José Clemente Orozco concluye vinculando
la crisis financiera con el origen de las guerras de la siguiente década. El
incremento de la desocupación llevó “(…)
a fabricar armamentos para que se maten los desocupados y suban los salarios y
las utilidades. Y la guerra estalló en Europa.” Concluye Orozco con una metáfora. “Las
naciones apelaron al gran recurso de aquel tenor de ópera de ínfima categoría
que cuando se le salía un ‘gallo’ lanzaba inmediatamente un sonoro ¡Viva
México! y sacaba del bolsillo una bandera tricolor.”
De esta manera queda de manifiesto que la receta de
intentar solucionar los conflictos internos con la construcción de un enemigo
externo así como de alentar el patriotismo en momentos críticos, supera los
límites del espacio y del tiempo.
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