La curiosidad impulsa a los seres humanos a comunicarse
con los que son distintos, con quienes tienen comportamientos diferentes y ello
ha propiciado el desarrollo de diversas ramas del conocimiento. En una sociedad
multicultural el confrontar diversas culturas, estudiar sus orígenes, analizar
sus usos y costumbres, adquiere enorme importancia. Es aquí donde la
antropología marca presencia ya que –de acuerdo con Claude Lévi-Straus- revela
que aquello que
consideramos “natural”, fundado en el orden de las cosas, se reduce a
limitaciones y hábitos mentales propios de nuestra cultura. De tal modo, nos
ayuda a quitarnos las anteojeras, a comprender cómo y por qué otras sociedades
pueden tener por simples y obvios usos que a nosotros nos parecen inconcebibles
e incluso escandalosos. (…) La antropología nos invita, pues, a atemperar
nuestra vanagloria, a respetar otras formas de vivir, a cuestionarnos a través
del conocimiento de otros usos que nos asombran, nos chocan o nos repugnan (…)
En la Inglaterra del siglo
XVIII no había casa de campo distinguida que no se preciara de tener su
ermitaño ornamental.
En un periódico, por ejemplo, podía
leerse un anuncio que ofrecía a cualquier caballero o noble que lo deseara los
servicios de un aspirante a "recluso en el paisaje".
El naturalista Gilbert White hacía
vestir de ermitaño a su hermano para sus celebrados picnics. Charles Hamilton,
noveno hijo del sexto conde de Abercorn, publicó un aviso en el que pedía un
ermitaño por un lapso de siete años; especificaba: "Deberá usar un hábito
rústico, y bajo ningún concepto podrá cortarse pelo, barba o uñas, ni alejarse
de la propiedad ni intercambiar una palabra con los sirvientes".
En Hawkstone, Shropshire, un ermitaño
locuaz llamado Padre Francis, celebrado por sus disquisiciones sobre la muerte
y la vida eterna, murió en el ejercicio de sus funciones y fue reemplazado
durante algún tiempo por un (inevitablemente silencioso) autómata, que las
inclemencias climáticas descompusieron; a éste sucedió un ermitaño embalsamado
al que se adhirió una barba de chivo.
En Derbyshire, una familia de
"ermitaños hereditarios" se transmitió el oficio durante
generaciones.
Durante los años sesenta e inicios de los setenta del
siglo pasado hubo cierto furor por este tipo de estudios de tal manera que ser
antropólogo o tener un antropólogo en las proximidades, era buena cosa. En
relación a ello no faltan descripciones incisivas como la que propone Guillermo
Sheridan.
Una amiga antropóloga decía que todos
sus colegas se vestían en una tienda que estaba por el mercado de Jamaica que
se llamaba El Antropólogo Elegante,
donde se vaciaban mensualmente toneladas de telas bordadas, rebozos, camisas de
manta cruda y huaraches de suela de llanta. Las casas igual. Un antropólogo que
se respeta tiene, junto a la televisión Sony Trinitrón, por lo menos dos
fierros oxidados, un retablo robado un librero de tabla y ladrillo, una bola de
mecate, un par de máscaras hechizas, algunos huacales que sirven a veces como
sillones y a veces como refrigerador y una foto en la que aparece abrazado de
su informante favorito cuando andaba en trabajo de campo. Algunos prolongan el
afán hasta su Golf: junto a la palanca de velocidades hay un atado de ojos de
venado.
Una vez, fuimos a visitar a unos amigos
antropólogos que andaban haciendo trabajo de campo. Esto consiste en vivir unos
meses en un pueblo del estado de Morelos robándose los retablos, enfermándose
del estómago y preguntándole a los pueblerinos qué entienden por nahual y
escribiendo cartas a los colegas que comienzan «No sabes qué gente tan
maravillosa hay aquí en Chalchipotle». (Desde luego el colega, que vive en
Chichalputla, sí sabe.) La gente es tan maravillosa que los antropólogos se
regresan a Coyoacán, Tlalpan o San Ángel a escribir siete años sobre ella.
Estoy convencido de que las
autoridades de la Ibero ,
donde se enseñaba antropología, habían construido ese pueblo y lo habían
poblado de ex empleados suyos para llevar ahí a sus alumnos a hacer sus
prácticas de campo. Incluso de que habían llevado los retablos a la iglesia
para que los alumnos se los robaran impunemente. Y es que los pobladores ya se
sabían de memoria la hoja de interrogatorios y hasta decían las respuestas
antes que les hicieran las preguntas, o corregían al antropólogo cuando se
equivocaba en el orden.
Muchas comunidades constituían el objeto de estudio de un
número considerable de antropólogos así como de quienes estaban en proceso de
serlo. Cuanto más apartadas se encontraran, más interesantes; cuanto más
extravagantes -a ojos de los observadores- en sus usos y costumbres, más
valoradas. Sin embargo la observación era recíproca porque tan extraños
resultaban los comportamientos comunitarios a ojos de los estudiosos, como
estrafalarios los hábitos de los expertos en la mirada de las poblaciones
autóctonas. En este círculo de correspondencias no fueron pocas las veces en
que los lugares se invirtieron; Juan Villoro aporta un ejemplo en el que el
orden de los factores sí afecta el producto.
En Sayil presencié una escena que
captura la situación de los mayas actuales. Un artesano tallaba algo que
anunció como caoba y parecía triplay, pero lo sorprendente no era el material
sino el modelo que usaba: ¡una reproducción en un libro de Sir Eric S.
Thompson! Supongo que así se cierra el círculo antropológico: el estudioso como
objeto de estudio de los estudiados.
¡Ay, qué lejos estamos de aquellos tiempos! La antropología
ya no es lo que era habiendo devenido en profesión de alto riesgo. El
narcotráfico y la violencia en un entorno de inseguridad creciente han obligado
a modificar el protocolo de los trabajos de campo. Jorge Durand analiza el
punto.
En enero de este fatídico 2010 un
grupo de estudiantes de la
Universidad de Guadalajara salió a hacer trabajo de campo
sobre temas migratorios. Una tradición que ya tiene más de 20 años en el
Proyecto de Migración Mexicana, mejor conocido por sus siglas en inglés, MMP.
La selección de las comunidades que íbamos a encuestar no fue fortuita.
Buscábamos localidades que tuvieran migrantes con visas H2, de trabajo para la
agricultura y los servicios en Estados Unidos.
La primera opción fue descartada
porque era una localidad del municipio de Guasave, en Sinaloa, donde hay una
presencia reconocida de narcos en esa
zona. La segunda opción era Tabasco, en concreto la localidad de El Paraíso.
Tuvo que ser descartada, porque ahí se aplicó la ley del Talión con la familia
de un marino que había muerto en el enfrentamiento con el jefe de jefes en Cuernavaca.
La tercera opción era ir a San Luis
Potosí. Cerca de Ciudad del Maíz había varias localidades y ejidos que tenían
muchos migrantes que habían obtenido visas H2. Después de dos días de trabajo
en la comunidad X uno de los encuestadores fue interpelado sobre su trabajo. Lo
amenazaron diciéndole que tenía que abandonar el pueblo. Para evitar problemas,
ese encuestador fue cambiado de zona, para que no lo volvieran a molestar. Pero
al día siguiente, el mismo fulano, en otra camioneta, le dio el ultimátum: “Si
no abandonas el pueblo te atienes a las consecuencias”. En ese momento todo el
equipo abandonó el lugar y dejó el trabajo a medias. (…)
Hace más de dos décadas que vamos al
campo cada año, de manera sistemática y rigurosa. Hemos encuestado más de 130
localidades en 21 estados de la
República (…)
Hemos realizado trabajo de campo en
colonias complicadas y difíciles en sitios como Ciudad Juárez y Tijuana. Ahora
sería imposible. Tenemos experiencia en el trabajo de campo y reconocemos que
siempre hay incidentes, los cuales consideramos como gajes del oficio para los
antropólogos. Pero en México las cosas han cambiado. Antes se podía viajar por
pueblos y rancherías sin mayor temor, ni cuidado. ¡Ahora no!
(…) El campo mexicano, el lugar
perfecto para hacer investigación, con gente amable, honrada y platicadora, se
ha convertido en un lugar inseguro, riesgoso, peligroso. Si vas en camioneta
tienes el riesgo de que te la expropien;
si vas en camión te asaltan (ya nos ha pasado); si vas en coche y no te
detienes ante un supuesto retén de soldados, te disparan o te ponchan las
llantas (lo segundo nos ha pasado).
Hace años había padres que procuraban desalentar en sus
hijos la vocación hacia la antropología por las dificultades que tendrían para
conseguir trabajo y ganar un salario decoroso. Actualmente la preocupación de
los padres se ha desplazado hacia los peligros que representa estudiar
antropología.
¿Será que habrá llegado el momento en que nadie quiera
ser antropólogo por los riesgos propios del oficio? ¿Hacia dónde migrarán
quienes tienen esa vocación? ¿Se convertirán en vendedores de seguros? ¿En
artesanos? ¿En asesores de imagen?
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