Entre las tantas clasificaciones caracteriológicas que es posible trazar,
se encuentra la que divide a las personas entre quienes siempre procuran ser el
centro de atención y, por otro lado aquellas con vocación de simples artistas
de reparto.
Así hay quienes se conducen con afán de protagonismo convirtiendo cualquier
pequeño suceso en evento de
trascendencia, al tiempo que hacen posible que el lugar secundario que tuvieron
en un acontecimiento dado se transforme –mediante ciertos retoques de edición-
en rol decisivo. Ni se diga que en la civilización del espectáculo en que
habitamos este grupo cuenta con un nutrido contingente de adherentes.
Pero también están los otros, lo que se inclinan hacia el perfil bajo,
aquellos que procuran pasar desapercibidos restando trascendencia a toda
situación en que se hayan visto involucrados.
Como los primeros cuentan con sus propios medios de publicidad, nos referiremos
a lo acontecido con alguien que integra el sector de los discretos. Es el
periodista Ángel María Luna quien da cuenta de lo acontecido hace algunos años en
la ciudad de Montevideo.
Un
móvil de Prensa (auto, periodista, camarógrafo y ayudante) puede ser una caja
de sorpresas. Normalmente sale con una trayectoria y una agenda preestablecidas
en la Redacción, pero en ocasiones tiene que cambiar el rumbo y dirigirse a
cubrir algún imprevisto.
Eso
le sucedió una neblinosa mañana al equipo integrado por Omar García
(periodista) y José Correa (cámara).
-Estábamos
circulando a la altura del Parque Hotel, cuando la radio policial reporta una
“clave 91”... accidente ferroviario. Hechas las averiguaciones
correspondientes, pusimos proa a Manga. Al llegar, entre una mezcla de niebla y
humo, nos encontramos con una escena lamentable. Un tren había chocado a un
viejo automóvil y lo había arrastrado por más de trescientos metros. Era una
mezcla informe de hierros retorcidos, en la que no era posible reconocer ni el
más mínimo trazo de lo que había sido el camioncito. Había cientos de personas
alrededor, más de media docena de ambulancias y un murmullo que iba creciendo
entre el asombro y la incredulidad. Y no era para menos: los dos tripulantes
del “cachilo” (*), un hombre y su suegro, estaban vivos, sanos y caminaban
conversando con los curiosos. Queríamos saber cómo era que habían podido
salvarse y, a cuatro pasos del veterano, le digo a José: “prendé la luz”. Me
acerco al hombre y le pregunto: “¿Me permite un minuto?”. Y me responde: “Cómo no...¿por qué asuntito era?”
(*) carcacha
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