martes, 4 de septiembre de 2012

José Clemente Orozco en su faceta de crítico de espectáculos

Una queja recurrente en nuestros días apunta al franco deterioro en la calidad de diversiones y entretenimientos populares, apreciando en ello uno de los tantos síntomas de la crisis de valores que se vive. Con frecuencia se escuchan voces que alaban, al tiempo que añoran, las formas de esparcimiento del pasado en tanto manifestación de una convivencia más sana y más culta.

José Clemente Orozco

Sin embargo existen testimonios de que las cosas no siempre fueron así. Nada menos que el reconocido muralista José Clemente Orozco describe cómo eran las presentaciones teatrales de hace casi un siglo.

Uno de los lugares más concurridos durante el huertismo fue el Teatro María Guerrero, conocido también por María Tepache, en las calles de Peralvillo. Eran los mejores días de los actores Beristáin y Acevedo, que crearon ese género único. El público  era de lo más híbrido: lo más soez del “peladaje” se mezclaba con intelectuales y artistas, con oficiales del ejército y de la burocracia, personajes políticos y hasta secretarios de Estado. La concurrencia se portaba peor que en los toros; tomaba parte en la representación y se ponía al tú por tú con los actores y actrices, insultándose mutuamente y alternando los diálogos en tal forma que no había dos representaciones iguales a fuerza de improvisaciones. Desde la galería caían sobre el público de la luneta toda clase de proyectiles, incluyendo escupitajos, pulque o líquidos peores y, a veces, los borrachos mismos iban a dar con sus huesos sobre los concurrentes de abajo. Puede fácilmente imaginarse qué clase de “obras” se representaban entre actores y público. Las leperadas estallaban en el ambiente denso y nauseabundo y las escenas eran frecuentemente de lo más alarmante. Sin embargo, había mucho ingenio y caracterizaciones estupendas de Beristáin y de Acevedo, quienes creaban tipos de mariguanos, de presidiarios o de gendarmes maravillosamente. Las “actrices” eran todas antiquísimas y deformes.
 
De acuerdo con esta reseña, en realidad el ambiente del género chico estaba muy lejos de cumplir con las características de recato que por lo general se atribuyen al pasado y frente al cual el presente pareciera estar en franca desventaja.

Pero volvamos a las primeras décadas del siglo XX. Con el transcurso del tiempo las cosas fueron cambiando y los espectáculos innovaron su propuesta lo que, contrariamente a lo que se podría esperar, fue del total desagrado de Orozco quien advirtió en ello una innegable muestra de la decadencia de la sociedad moderna.

Posteriormente, este género de teatro se degeneró (no es paradoja), se volvió político y propio para familias. Se hizo turístico. Fue introducido el coro de tehuanas con jícaras, charros negros y canciones sentimentales y cursis por cancioneros de los Ángeles y San Antonio, Texas, cosas todas éstas verdaderamente insoportables y del peor gusto, pero caras a las familias decentes de las casas de apartamientos o de vecindad, como antes se llamaban. El castigo no se hizo esperar, todo acabó en el cine y en el horrible radio con sus locutores, magnavoces y necedades interminables.
No sé si esto es el fin de la civilización burguesa, de que tanto se habla, o el principio de la otra civilización. De todos modos, es detestable.

 No es difícil suponer que la propuesta de la cartelera actual no sería del agrado del connotado pintor originario de Zapotlán el Grande, quien podría confirmar su opinión de que el teatro del género chico ha seguido degenerando hacia formas que seguramente le parecerían excesivamente familiares además de fresas.

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