La mala prensa que tiene la magia no es exclusiva de
nuestro tiempo y Gregorio Doval aclara el origen de la cuestión.
Simón el Mago fue un sectario
cristiano de origen judío, a quien se considera fundador del gnosticismo de
raíz cristiana, que vivió en el siglo I y que aparece citado en los Hechos
de los Apóstoles. Era un experto mago y fue convertido al cristianismo por
las predicaciones de San Felipe. Poco después, fascinado por los milagros de
San Juan y San Pedro, pretendió comprarles el don de realizar prodigios. De
este intento, violentamente rechazado por los apóstoles, procede la palabra
simonía, referida a la venta o compra deliberada de cosas espirituales, y
especialmente de sacramentos, prebendas y demás beneficios sacerdotales. La Iglesia considera la
simonía como un sacrilegio. Según la leyenda, Simón el Mago murió en Roma,
estrellado contra el suelo cuando pretendía caminar por los aires.
En el predominio de una cultura que pretende ser tan racional, la magia ha sido desacreditada.
Cosa de niños, dicen unos; algo para pasar el rato, acotan otros. Los únicos
que se salvan son los Reyes Magos a quienes durante los primeros años de vida
se les otorga un papel protagónico pero que luego concluyen diluyéndose con la
siempre triste noticia de que los Reyes son los padres. Y sabido es que los
padres no hacen magia (aunque debería repensarse esta aseveración dado que existen
muchas excepciones al respecto).
Una vida carente de magia se hace muy cuesta arriba por
lo que es recomendable tener los sentidos muy atentos para poder descubrir y
disfrutar los múltiples momentos mágicos que la vida ofrece en sus diversas
facetas, aun en aquellas que a primera vista parecerían estar muy lejos de la
magia.
Un ejemplo de ello lo constituye el teatro. Hay quienes
afirman que una obra de teatro es buena si logra enseñar algo, en ese caso
cumple la función del maestro. Dicen que es muy buena cuando además de enseñar
logra entretener al auditorio, cumpliendo de esa manera la función del mago.
Será excelente cuando, además de enseñar y de entretener, puede curar en algo
al espectador que de esa forma sale de la función mucho mejor de lo que entró.
En este caso la obra además de cumplir con la función del maestro y la del
mago, también hace suya la tarea del médico.
Por poco que se sepa no es posible ignorar que los
momentos mágicos llegan aun cuando las condiciones están lejos de ser las más
adecuadas. Jorge Luis Borges, referido por Roberto Bolaño, ofrece una muestra
de la magia que logra una obra de teatro.
Borges, que escribió obras maestras
absolutas, ya lo explicó en cierta ocasión. La historia es así. Borges va al
teatro a ver una representación de Macbeth. La traducción es infame, la
puesta en escena es infame, los actores son infames, la escenografía es infame.
Hasta las butacas del teatro son incomodísimas. Sin embargo, cuando se apagan las
luces y comienza la obra, el espectador, Borges uno de ellos, vuelve a
sumergirse en el destino de aquellos seres que atraviesan el tiempo y vuelve a
temblar con aquello que a falta de una palabra mejor llamaremos magia.
No son pocas las ocasiones en que también los actores
deben hacer magia y con frecuencia la limitación de recursos es un aliciente
para ello; al respecto cuenta Rafael Courtoisie
En una tragedia de Shakespeare los
sobrevivientes de un naufragio que acaban de ponerse a salvo comparecen en
escena completamente secos. El autor hace que se interroguen (y así,
indirectamente, interroguen al público) acerca del prodigio. El prodigio se
comunica y se hace evidente.
Entre las miles de páginas de exégesis
que se escribieron sobre La tempestad, y sobre el punto en particular,
algunos investigadores dieron con una explicación razonable, obvia: en el
teatro isabelino resultaba demasiado costoso y molesto empapar la ropa de los
actores y volverla a secar o cambiarla para cada función.
Los náufragos secos de La tempestad
son un buen ejemplo de lo que hace el arte y el arte aun mayor de la necesidad.
Si se mira con atención un prodigio,
detrás se descubre una necesidad. Oculta en cada milagro hay una razón
imperiosa.
Pero no solo el dramaturgo y los actores hacen magia,
también la hacen los espectadores que al iniciar la función aceptan las reglas
del juego y regresan a la credulidad de sus primeros años de vida, cuando los
Reyes Magos no eran los padres. Ahora Esteban Peicovich quien cita a Jorge Luis
Borges.
Creo con Coleridge que "la fe
poética es la suspensión voluntaria de la incredulidad". Por ejemplo, si
asistimos a una representación de teatro, sabemos que en el escenario hay
hombres disfrazados que repiten las palabras de Shakespeare, de Ibsen o de
Pirandello que les han puesto en la boca. Pero nosotros aceptamos que esos
hombres no son disfrazados; que ese hombre disfrazado que monologa lentamente
en las antesalas de la venganza es realmente el Príncipe de Dinamarca, Hamlet;
nos abandonamos a eso.
De esta manera, gracias al aporte de dramaturgos, actores
y espectadores se construye la magia del teatro.
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