martes, 14 de mayo de 2013

Sentarse a la mesa


La comida familiar adquiere especial relevancia de tal forma que muchas vivencias  quedan grabadas en la memoria a lo largo de la vida. Es el caso de Fernando Fernán Gómez quien muchos años después rememora un cocido muy singular que se comía en su casa en los años aciagos de la Guerra Civil Española.


Durante la guerra, los dos platos más comunes entre la población civil madrileña fueron el arroz con chirlas y las lentejas sin nada. Pero en casa, quizás por la ayuda de mi tío, comimos más frecuentemente un plato que se llamaba garbanzos guisados, cuya receta no he encontrado en los libros de cocina que ahora tengo en casa, pero que viene a ser una especie de cocido sin patata, sin carne, sin jamón, sin tocino, sin embutidos, sin verdura, al que con un poquito de ajo y otro poquito de pimentón se intenta dar algo de sabor y con una cucharada de harina un poco de consistencia. He olvidado lo que desayunaba, no sé si había churros. Lo que sí sé es que a partir de media mañana, a mí, que siempre había padecido inapetencia, el hambre me atormentaba con ferocidad; y adquirí la costumbre de entrar furtivamente en la cocina, cuando no había nadie, y comerme una cucharada de aquellos garbanzos a medio hacer. A veces reiteré las cucharadas y en el momento de llevar los garbanzos guisados a la mesa resultó que casi no había nada en el puchero.

 
Otra vivencia de aquellos años es la que evoca Miguel Gila en la que es posible ver el lugar tan diferente que correspondía a los mayores y a los niños.

 
La comida de cada día, el "arreglo" que llamaban en mi casa, donde éramos muchos hombres, era el cocido diario. Los domingos comíamos arroz, pero sólo los domingos, y por las noches para todos lentejas, judías pintas con arroz, "empedraíllo" que es como lo llamaban en Jaén, o patatas guisadas, menos mi abuelo que cenaba una rodaja de merluza hervida, que aliñaba con unas gotas de aceite de oliva y un poco de limón, o dos huevos pasados por agua. Mi abuelo me dejaba las cáscaras para que yo las rebañara con una cucharilla. Algunas veces no me gustaba la cena y cuando decía: "Esto no me gusta", me mandaban a la cama sin cenar, al día siguiente me levantaba para ir al colegio, pedía el desayuno y por orden de mi abuelo me ponían lo que no había querido en la cena, y si no lo quería, me lo ponían a la hora de comer y así hasta que el hambre hacía que me lo comiera. De esa forma no me quedó otro remedio que comer de todo. Mi tío Manolo, cuando me mandaban a la cama sin cenar, se acercaba hasta la habitación y me llevaba pan, aceitunas o algo de fruta, pero todo esto en el mayor de los secretos, sin que mi abuelo se enterase.

           
Existen diferentes costumbres a la hora de sentarse a la mesa. Hay lugares en que la comida es muy conversada, como lo señala Álvaro Cunqueiro “Los griegos, según Villalón, entre plato y plato, pues son tan parlanchines, se cuentan sus vidas y milagros, y así no hay comida de griegos que dure menos de ocho horas.” En otros casos (el ejemplo más extremo sería el de los conventos de clausura) la comida ocupa poco tiempo y transcurre en absoluto silencio. Más cerca de lo conventual que de los griegos, si tomamos en cuenta su duración, podríamos situar a la múltiple variedad (y sin embargo tan parecida entre sí) de la llamada “comida rápida”.

 
Es así que a través del estudio de las costumbres vinculadas con la comida es posible realizar un diagnóstico bastante ajustado de la cultura y el momento histórico de que se trate.

                                              
Así como no es de buen gusto que durante la comida familiar se aborden temas que pudieran provocar situaciones enojosas, para las comidas sociales no se recomiendan los temas políticos. B.A. Grimod de la Reynière es terminante a este respecto.


No aconsejaremos a nadie hablar de política en la mesa, contra más incapaz es uno de gobernarse a sí mismo, más debe abstenerse de querer gobernar el Estado. Hay tantos temas, mucho más atractivos y alegres, que éste, y sólo la pedantería o la imprudencia pueden sugerirlo. La literatura, los espectáculos, la galantería, el amor y el propio arte culinario, son inagotables fuentes de temas alegres. Proscribamos también la difamación; sólo las personas ruines cotillean en la mesa; nada vuelve al hombre más indulgente que la buena comida y la hilaridad.          

                                              
En este tipo de comidas no dejan de presentarse situaciones chuscas a las que alude Ramón Gómez de la Serna. “Es gracioso cómo en los grandes banquetes de cien comensales cuando se sirve el pollo se hablan unos a otros en la mesa como si el pollo que comen fuese el mismo y se dicen: ‘¡Ha visto usted qué duro!’ o ‘¡Ha visto usted qué blando!’.”

 
Según la cultura y las posibilidades de que se dispone, el sustento de la comida será diferente: arroz, carne, frijoles, maíz, vegetales, pan, etc. Hay cocinas monotemáticas mientras otras experimentan la diversidad, así refiere Álvaro Cunqueiro que “el Levante español es el paraíso de la anarquía culinaria; véase esa invención llamada la paella” (cabe acotar que bien pueden competir con ello otros mestizajes culinarios de los que nos ocuparemos en su momento).

 
Para Cunqueiro la comida se encuentra estrechamente relacionada con la salvación. “Mi amigo don Pedro Moularne Michelena solía decir que ‘sin vino no hay cocina, pero sin cocina no hay salvación, ni en este mundo ni en el otro’.”

 

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