jueves, 16 de mayo de 2013

La telefonía en México


Hay quienes se adelantan en mucho al reconocimiento oficial de algunos inventos. De acuerdo con Salvador Novo, referido por Héctor de Mauleón, tal fue lo que aconteció con la telefonía.

El 10 de junio de 1968, en un artículo publicado en Novedades, Salvador Novo demostró que la primera conversación telefónica ocurrida en la Ciudad de México se llevó a cabo en 1563, tres siglos antes de que los científicos rivales Alexander Graham Bell y Elisha-Gray corrieran a una oficina de patentes para acreditarse, el mismo día y en ciudades distintas, la invención del teléfono.
El hecho, consignado en el siglo XVI por un autor olvidado, Juan Suárez de Peralta, tuvo lugar semanas después de que el mestizo Martín Cortés arribara, procedente de Yucatán, a la ciudad que años antes su padre había conquistado. El hijo de Cortés, cuenta Suárez de Peralta, fue recibido con grandes fiestas y tratado “como a la misma persona real”. Heredero del carácter de su padre, solía gastar en fiestas y galas “dinero que fue sin cuenta”, y gustaba de salir a la calle rodeado por más de un centenar de hombres, montados y disfrazados, que “andaban de ventana en ventana hablando con las mujeres [...] y apeábanse algunos, y entraban en las casas de los caballeros y mercaderes ricos que tenían hijas o mujeres hermosas, para parlar con éstas”.
 “Vino el negocio a tanto [prosigue Suárez de Peralta] que ya andaban muchos tomados del diablo, y aun los predicadores los reprendían en los púlpitos [...] porque no las hablasen libertades”. Los padres comenzaron a vigilar a sus hijas; los maridos, a encerrar bajo llave a sus esposas. Fue entonces cuando los amigos del marqués –“pillines muchachos”, los llama Novo- concibieron la idea de fabricar unas cerbatanas tan largas “que alcanzaban con ellas las ventanas, y poníanles en las puntas unas florecitas, y llevábanlas en las manos, y por ellas hablaban a las mujeres lo que querían... “
De este modo habría iniciado, de acuerdo con Novo, “la presencia en nuestra ciudad de los aparatos por cuyo medio novios y novias se entregaron al furtivo cotorreo que bien podemos denominar telefónico”.

Más allá de estos remotos antecedentes la entrada formal de la telefonía tuvo lugar mucho después, hacia fines de la década de los setentas del siglo XIX. Refugio Bautista Zane se refiere a sus inicios y las molestias a que ello dio lugar.

El 13 de marzo de 1878, se efectuó la primera comunicación telefónica entre la Ciudad de México y el pueblo de Tlalpan, a 16 kilómetros de distancia. En los primeros tiempos, la importancia de este tipo de comunicación no fue comprendida por la población; los capitalinos protestaban por las molestias que ocasionaba la colocación de postes y alambres, que además daban mal aspecto a la ciudad.

Por su parte, Alejandro Rosas (quien por cierto tiene una ligera discrepancia de fechas con Bautista Zane) aporta mayor información en torno al desarrollo de la telefonía en sus comienzos.

Establecida en la calle de Santa Isabel número 6, hoy Bellas Artes, la flamante Compañía Telefónica Mexicana contaba en 1891 con más de 1000 suscriptores que gozaban de las bondades del teléfono. Lejos quedaba ya el 15 de marzo de 1878, fecha que había convertido al pueblo de Tlalpan en el primer sitio de la República mexicana en recibir una llamada telefónica desde la Ciudad de México.
Trece años después, la Compañía Telefónica Mexicana publicaba su Lista de suscriptores no. 1 donde anunciaba: «El precio por toda línea nueva será de seis pesos y veinticinco centavos mensuales por líneas de un kilómetro o menos. Se cobrará además $10.00 por los gastos de instalación».
Los suscriptores tenían derecho a «hablar con los demás cuando quieran y con el mayor secreto. Al decir en la Oficina Central con quien se quiere hablar digan con qué número y no con qué nombre». La Lista de suscriptores apenas contaba con veintiún páginas y aparecían todos los usuarios sin importar su posición social.
Al presidente Porfirio Díaz se le podía llamar al número 64. El futuro ministro de Hacienda, José Y. Limantour tenía el 62. La familia Romero Rubio, suegros de don Porfirio, respondía en el 127 en su domicilio en la calle de San Andrés, o en su mansión en el vecino pueblo de Tacubaya marcando el 1005. Las casas comerciales, como el Puerto de Liverpool y el Puerto de Veracruz, tenían números similares que a veces provocaban confusión: 643 y 634 respectivamente.
Como aviso «importantísimo», J. E. Torbet, gerente general de la Telefónica Mexicana señalaba: «La Compañía suplica que cuando dos suscriptores concluyan de hablar, cada uno toque su timbre para que caigan las dos placas en la Oficina Central, como señal de que ya acabaron: así quedan en disposición de hablar con otro y de que otro les hable».
Todo estaba contemplado en el Directorio Telefónico de 1891: hoteles, comercios, restaurantes, compañías petroleras, fábricas, líneas de ferrocarril, oficinas de gobierno, funcionarios públicos, particulares, y con el número 1 aparecía el único negocio permanentemente rentable: la agencia de inhumaciones de Eusebio Gayoso.

Poco a poco esta importante innovación se fue difundiendo entre algunos sectores de la población; Héctor de Mauleón aporta cifras y alude a las primeras travesuras de la ciudadanía con los teléfonos públicos.

Un estudio de Enrique Cárdenas de la Peña (El Teléfono, SCT, 1988) informa que en 1878 existía en la Ciudad México sólo ocho aparatos (de teléfono). La cifra ascendió a cincuenta en 1879, a ciento cincuenta en 1881 y a doscientos en 1882. Tal vez de ese tiempo procede la costumbre de decir “bueno” al levantar el auricular, lo cual, comenta José Agustín, hoy es una de las cosas más extrañas del mundo, aunque entonces servía para indicar si la recepción de la señal era adecuada –“malo”, decía la gente en caso contrario.          
(…) en 1903, cuando los usuarios realizaban diecisiete mil llamadas cada día, los teléfonos de moneda tuvieron que ser retirados dado que la gente, en lugar de dinero, deslizaba corcholatas de cerveza en las ranuras correspondientes. Cientos de aparatos quedaron arruinados con este procedimiento.

                                                          
Han pasado los años y es muy difícil reconocer en los actuales teléfonos de tan rápida caducidad a sus viejos y sólidos ancestros. Guillermo Sheridan profundiza en el tema.


Hace 30 años un teléfono era una especie de catafalco de baquelita con un gorro de torero por uno de cuyos extremos se hablaba y por el otro se escuchaba. Tenía también un disco con diez agujeros numerados del cero al nueve que se hacía girar con el dedo índice hasta completar el número deseado. Si alguien respondía, se hablaba; si no, se colgaba. Fin del asunto.
El teléfono contaba con exactamente tres partes, ninguna de las cuales se prestaba a confusión ni ameritaba instrucciones. Servía sólo para dos cosas: hablar y escuchar, y, desde luego, para asesinar gente por causa justificada (pero ese es un atributo del que goza cualquier objeto pesado, y esos teléfonos pesaban como dos kilos). En suma, un pisapapeles con una función aledaña.
Otra característica de los teléfonos de esos años era que no había teléfonos. Es decir, sí había pero, como eran del gobierno, no había. Sólo había teléfono si se contaba con un cuñado influyente, y si se pasaba una prueba iniciática que, en un momento dado, suponía el misterioso trámite de "adquirir acciones". (…)
Ahora los teléfonos se venden en el supermercado y ya vienen conectados. Lo malo es que ya no son esos objetos lúgubres, simples e inertes.
El que recién compré (el más barato) ostenta 22 botones que incluyen funciones como "menú" y "transfer" (…) El teléfono pesa 200 gramos, deberá tener 500 micropartes y además de para hablar servirá para una veintena de cosas (sin contar el asesinato): para decir quién llama antes de contestar, llevar una agenda, guardar datos en la memoria, escuchar cancioncitas, molcajetear salsas, tomar fotografías, jugar dominó y hacer una lista de las personas con las que no se quiere hablar, a las que el aparato mandará al carajo de manera totalmente automatizada. Un montón de satisfactores inducidos; es decir, de cosas que no se necesitan hasta que el aparato ordena necesitarlas.
¿Habrá quien considere anticuado aquel teléfono y moderno éste? No lo sé, aunque uno supondría que progresar es abreviar. El actual teléfono es tan imbécil que requiere un manual de instrucciones que, una vez desdoblado, mide aproximadamente un metro cuadrado y cuya cabal lectura toma 85 minutos cerrados. La posibilidad de que el imbécil sea yo, y no el teléfono, queda descartada por la última, contundente frase del manual. Dice así:
ADVERTENCIA: en caso de ser tragado, este aparato puede producir sofocamiento, e incluso la muerte.
Lo bueno es que si tal cosa sucede se busca en el manual cómo marcar el número de la Cruz Roja y se pide auxilio.

Difícil predecir por dónde seguirán los vertiginosos cambios que se siguen dando en la telefonía y sus alrededores.

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