martes, 16 de julio de 2013

La cortesía nuestra de cada día

Quienes arriban a México procedentes de otros rumbos se ven sorprendidos por la amabilidad en el trato que rige por estas tierras. Sorprende el espíritu atento para saludar, agradecer, pedir permiso tanto al llegar como al retirarse, ofrecer perdón por estornudar, etc.
Reconociendo la delicadeza en el trato, no es secreto para nadie que el asunto presenta también sus muchos intríngulis. Con insistencia se ha señalado que algunos de estos usos dejan de ser amables para transformarse en serviles. Ejemplo de ello es el “¿mande usted?” que ha sido analizado y explicado por varios autores que establecen su origen desde tiempos de la conquista.

Entre las cortesías habituales una de las que más llama la atención es la de “su pobre casa”. Joaquín Antonio Peñalosa se refiere al tema.

-Pase, compadre, ésta es su pobre casa.
El mexicano se pasa la vida ofreciendo su casa a cuanto desconocido le presentan a media calle, se apresura a darle de viva voz la dirección con todos sus pelos y señales, o manda imprimir un rimero de tarjetitas que va obsequiando a lo largo del día a cuanta gente encuentra. Con todo lo cual, cualquier mexicano se convierte rápidamente en coleccionista. No hay día de Dios en que uno deje de recibir de dos a tres tarjetas. Claro está que las únicas que conserva son las que traen impreso el escudo nacional. Con políticos topamos, Sancho. Y algún día puede ofrecerse.

Como es fácil suponer, esto de “su casa” ha dado lugar a muchos desencuentros. Eulalio Ferrer comenta su propia experiencia.

(...) La confusión aumentaría días después, cuando un funcionario diplomático, amigo del exilio español, nos convidó a comer en estos términos:
-Mañana les invito a comer en su casa sobre las 14 horas.
Mi padre, tipógrafo y amante de la gramática, disipó las dudas de mi madre, aclarándole que su casa era la nuestra y que así seguramente se decía en México, induciéndola a preparar un consomé y una tortilla de patatas, en el límite de la economía familiar. Pasadas las dos de la tarde, mi padre nos tranquilizó, al prevenirnos que en México, como en Andalucía, la puntualidad era un término convencional. Hasta que luego de dos horas, se presentó el amigo diplomático, alarmado por si algo nos hubiera ocurrido. Comeríamos y casi cenaríamos en su casa, que era la suya y no la nuestra. Pronto aquilataríamos las refinadas y sutiles fórmulas de la cortesía mexicana, con muchas de sus claves y circunloquios.

Hay otra forma de extrema amabilidad en buena parte de la población y reside en que al anunciar a las amistades que próximamente se emprenderá un viaje (por lo general de vacaciones), se pregunta: “¿no se te ofrece nada de por allá?”  Germán Dehesa enuncia una vehemente protesta frente a lo que estima un desatino más que gesto de cortesía.

(...) permítanme señalar uno de los aspectos más ingratos del protocolo mexicano: es el que consiste en emplear con humillantes fines una expresión aparentemente gentil y bondadosa como es “¿no se te ofrece nada?” y así el que nos pregunta ¿no se te ofrece nada de Acapulco?, ni en sueño más guajiro está esperando que le contestemos que nos traiga una tonina o algún paquete de esos letales tamarindos que corroen la lengua, destapan caños y disuelven hasta manifestaciones. No. Lo único que quiere es guisarnos en el fuego lento de la envidia porque el muy desgraciado se va a Acapulco, mientras uno se tiene que quedar acá correteando la chuleta.

En otro orden de cosas el pueblo mexicano es muy dado al aplauso (lo que a veces es solamente una forma de conducirse al relajo, justo también es consignarlo) y lo ejerce de manera por demás generosa. Guillermo Sheridan formula algunas conjeturas en relación a ello.

El mexicano, sobre todo si es diputado, lleva implícito en su naturaleza el gusto por el aplauso, dado o recibido. Gusta tanto de aplaudir que en alguna ocasión un presidente tuvo la iniciativa de pedir a los asistentes al Informe que se abstuvieran de hacerlo (en algún olvidado municipio, cuenta Valle-Arizpe, hubo una moción en sentido opuesto: el munícipe era tan querido que se le pidió que no interrumpiera el aplauso con su discurso).
El aplauso (del latín aplaudere: hacer ruido) es un acto que supone por lo menos dos actuantes: un aplaudiente y un aplaudido, y por lo menos un acto o pronunciamiento previo (llamado «causa») que amerite el aplaudo (o «efecto»). En México este último requisito suele obviarse por razones obvias. Se observa que aunque el informante ni siquiera haya abierto la boca es declarado de antemano, a fuerza de aplausos, un gran informante. Este tipo de aplauso a priori recibe el nombre técnico de «respetuoso aplauso» (si bien entregar el aplauso antes de que el aplaudido demuestre merecerlo va contra la causalidad).

También existe una variación de cortesía simulada que expresa lo que no se quiere decir, manifiesta con palabras lo que de ninguna manera se está dispuesto a refrendar por la vía de los hechos. Jorge Ibargüengoitia propone algunos ejemplos.
 
(…) somos una raza de corteses. Para mí, la imagen característica del mexicano es la de un señor, sentado en su comedor, diciéndole a la criada:
-Óigame: cuando tenga un ratito, me hace favor de traerme un salero, si no le es molesto.
Un español, en el mismo caso, diría: “¡Un salero!”. Un hombre sensato se levantaría de la mesa y traería él mismo el salero, lo que, a fin de cuentas resultaría mucho más cortés y mucho más rápido. El mexicano clásico, no, prefiere dar órdenes envueltas en paliativos.
¿Pero qué ocurre si la criada, a quien se ha invitado tan cortésmente a traer un salero contesta: “ahora no tengo tiempo”? Al señor le da un infarto.
Es lo malo de la cortesía mexicana, que es nomás de dientes para afuera.
Es cortés ser obsequioso, es cortés ser modesto, es cortés mostrar agrado por las cosas que se ofrecen, aunque le parezcan a uno espantosa. Pero para ser verdaderamente cortés, tiene uno que ser realmente obsequioso, modesto y sacrificado. (...)
La cortesía es, por definición, una apariencia. Uno puede pensar lo que le dé la gana, pero tiene cierta obligación de decir cosas que no resulten ofensivas para el interlocutor.
Es falta de cortesía decir, por ejemplo:
-¡Bueno, pero cada día está usted más imbécil!
O bien:
-¡Qué gusto tienen ustedes! Todo lo que tienen en la sala, lo tiraría yo a la basura.
Éstas son cosas que se piensan, pero no se dicen.

Hay formalidades que situadas en determinado contexto resultan verdaderos sarcasmos. Tal es el caso –referido por José N. Iturriaga- que comenta el escritor de origen colombiano Álvaro Mutis hacia 1959 en carta dirigida a Elena Poniatowska desde la prisión de Lecumberri en la que se encontraba preso. De esta forma Mutis se refería a los uxoricidas (maridos que habían matado a sus esposas).

Me da la impresión que más que a la cárcel y al proceso, a lo que temen es a la muerte y a la que les espera cuando se encuentren en el Juicio Final. Uno decía muy serio "Mi esposa que en paz descanse decía que..." y yo me le quedaba mirando sin saber si soltar la carcajada o quedarme muy serio.

En esa misiva Mutis también se burla de ciertas formalidades en el habla del mexicano.

¿Por qué, a propósito, están tan llenos los mexicanos de esas fórmulas cursis y pasadas de moda y que sólo en el Manual de urbanidad de Carreño subsisten? Eso de "En la casa de Usted", "Con el perdón de Usted", "Provecho", "¿Usted gusta?"... etc. Sabes que es el único país de habla española que usa tales esperpentos idiomáticos y yo me trabo todo y cuando alguien estornuda le digo "Provecho de Usted" y si alguien está comiendo le digo "Salud" y siempre temo salirle a alguien con algo como "Estaba yo en mi casa con la esposa de Usted..." y entonces dejaré de escribirte y me mandarás flores al Panteón Español, "con el perdón de Usted".  

Finalmente otra de las situaciones que llaman la atención es esa costumbre que tienen las mujeres mexicanas de permanecer siendo señoritas aunque ya no lo sean, lo que en definitiva viene a ser lo de menos. Joaquín Antonio Peñalosa alude a tal circunstancia.
 
En México son señoritas casi todas las mujeres. Bendito sea Dios. Hasta las divorciadas. Señoritas son las maestras de escuela, las empleadas de tiendas, las enfermeras de hospitales, las secretarias de cualquier oficina pública y privada, las recepcionistas de consultorios, las meseras de cafés y, por sabido se calla, cualquier novia que pudiera convertirse en esposa. Mujer que trabaja, es preciso graduarla de señorita. No sólo por sí o por no, sino porque a ver si así le hacen caso a uno.

Y escrito lo anterior, con su permiso paso a retirarme.

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