jueves, 11 de julio de 2013

Heridas de lo sublime


Cuando la creación artística llega a lo excelso puede ocasionar conductas desajustadas en las personas que la contemplan. Efectos colaterales de la belleza desmedida (se cuenta que alguien refiriéndose a no sé quién decía “de tan bella que es, duele”).

Esto acontece en ciudades que son reconocidas como centros artísticos de culto y algunas de ellas son expertas en descompensar a sus visitantes (más difícil es que suceda a los nativos porque el acostumbramiento puede llegar al extremo de tutearse con la maravilla). A este fenómeno se lo conoce como el síndrome de Stendhal y la revista Muy Interesante informa acerca de él.

También conocido como el estrés del viajero, se trata de una situación anímica que se produce al observar obras de gran belleza, sobre todo en un corto espacio de tiempo y en una misma ciudad. Los afectados por el empacho artístico presentan varios síntomas de aparición súbita: angustia, excitación alternante con depresión, obnubilación, temblor, palpitaciones, sudoración y zumbido de los oídos.
Estos síntomas aparecen descritos por primera vez en Naples and Florence: A Journey from Milan to Reggio, obra del novelista francés Marie-Henry Beyle (1783-1842), más conocido como Stendhal, tras su visita a Florencia en 1817. Pero el cuadro clínico que acompaña a este síndrome no fue establecido hasta 1979 por la psiquiatra italiana Graziella Magherini.

El tema interesó a Christopher Domínguez Michael quien nos conduce a la descripción del mismo Stendhal acerca de lo que experimentó en la ciudad de Florencia.

El párrafo es famoso. Pasó de ser propiedad de los stendhalianos para convertirse en un trastorno psíquico estudiado en todo el mundo y conocido clínicamente como “el síndrome de Stendhal”. Hasta Darío Argento se sirvió de él, en 1996,  como pretexto para filmar, con ese título, una película de terror previsiblemente horrísona. Leamos el párrafo tal cual aparece traducido por Elisabeth Falomir Archambault en la pequeña edición ilustrada de El síndrome del viajero. Diario de Florencia (Gadir, Madrid, 2011). Narró así Stendhal, en su diario, con la fecha del 22 de enero de 1817, lo que le sucedió en la iglesia de la Santa Croce en Florencia:
“Un monje se acercó a mí. En lugar de la repugnancia, que llega incluso al horror físico, me sentí sintiendo amistad por él. ¡También fray Bartolomeo de San Marco fue monje! Ese gran pintor inventó el claroscuro, se le enseñó a Rafael, y fue el precursor del Correggio. Hablé con ese monje, en quien hallé la amabilidad más perfecta. Le alegró ver a un francés. Le rogué que me abriera la capilla, en el ángulo noroeste, donde se encuentran los frescos del Volterrano. Me condujo hasta allí y me dejó solo. Ahí, sentado en un reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del Volterrano me otorgaron quizá el placer más intenso que haya dado nunca la pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así decir. Había alcanzado este punto de emoción en que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí.”

Asimismo Christopher Domínguez Michael profundiza en los estudios realizados por la doctora Magherini (a los que por cierto ubica diez años después de la referencia anteriormente citada).

Hubo de pasar siglo y medio para que la psiquiatra y psicoanalista italiana  Graziella Magherini, escribiera El síndrome de Stendhal (1989), una joya de la literatura clínica moderna. Es el relato, construido con un preciso conocimiento de la tradición literaria de los viajes a Italia desde Goethe hasta Freud, de las experiencias de Magherini, florentina ella misma, en el servicio de urgencias psicológicas del dispensario de Santa Maria Nouva, al cual llegaban (y llegan) turistas aquejados del síndrome de Stendhal, es decir, víctimas de súbitas crisis nerviosas provocadas por la fatiga o la emoción en los museos, los paseos y los monumentos.
Stendhal, según leemos en Roma, Nápoles y Florencia (1826) (…) se curó del ataque en la Santa Croce leyendo en un banco de la plaza un poema de Ugo Foscolo que traía consigo. Para los pacientes de la Dra. Magherini, la cura ha sido más fácil o más difícil, según se juzgue la pertinencia existencial de la ayuda terapéutica en el mundo de hoy. A su dispensario (y Magherini nos va relatando los casos con esa combinación de elegancia y confidencialidad de la buena literatura psiquiátrica) llegaron pacientes como Inge, una cuarentona originaria del extremo norte de Europa, que no pudo soportar la soledad inverosímil de un domingo en Florencia y tratando de regresarse, despavorida, a casa, terminó en el hospital. O como la sudafricana Elisabeth, cuyos antecedentes de malestar mental la alcanzaron mientras turisteaba al grado que hubo de contactar a su madre, en calidad de urgencia y descifrar su estado de ánimo hurgando en las tarjetas postales que escribió, sin alcanzar a enviárselas, a sus amigos. O el caso de la neoyorkina Nancy, de 51 años, que se quedó paralizada, proverbialmente patidifusa, ante un Boticelli en la galería Uffizi.
La mayoría de las pacientes de la Dra. Magherini eran mujeres solteronas, cuyo perfil socioeconómico les permitía viajar a Florencia en busca de una comunión con el arte que, según El síndrome de Stendhal, es una obsesión del todo moderna, una forma de soledad sólo posible para el turista, expuesto a una forma súbita de desarraigo desconocida para quien, por ejemplo, peregrinaba en la Edad Media hacia los grandes centros religiosos. Pero el turista contemporáneo tampoco es el viajero sólido en erudición y doctrina a la manera de Goethe, quien hizo del viaje a Italia un prolongado rito de iniciación, sino un osado irresponsable incapaz de calcular lo que puede ocurrir cuando el cuerpo llega a un lugar, merced a los trenes y a los aviones, antes que el alma. Si entiendo bien a la culta doctora, la impresión artística, tal cual la sufrió Stendhal, desencadena, en personas bien predispuestas por su hipersensibilidad, al florentino ataque de nervios. Pero la mayoría de los turistas, probadamente insensibles en casa y en China, no calificamos como propensos al reputado síndrome,  otro privilegio, supongo, de los happy few stendhalianos. La Dra. Magherini reporta que el síndrome afecta a los paseantes solitarios, con tiempo para someterse a la tiranía de la imaginación mórbida; rara vez se produce en viajeros reclutados en expediciones colectivas y por ello, despiadadamente programadas.

Pero no siempre los casos que se presentan son tan pacíficos. La descompensación frente a la belleza puede conducir a actitudes destructivas. Una nota de prensa de septiembre de 1991 informaba que El David de Miguel Ángel perdió la falange de un dedo del pie, por un martillazo que le dio Piero Cannata. Este último, quien presentó claros indicios de desequilibrio, informó que había cometido el ultraje porque se lo pidió la Bella Nani. Esta última es una hermosa veneciana del siglo XVI inmortalizada en un cuadro de El Veronés.

Agrega la nota que los psiquíatras de los hospitales florentinos están familiarizados con el síndrome de despersonalización que sufren numerosos turistas, aparentemente sobrecogidos ante la magnificencia y esplendor de tantas obras de arte. En 1972 otro desequilibrado, Lazlo Toh, atentó contra la Piedad en la Basílica de San Pedro en El Vaticano. Por cierto que a partir de ese incidente se tomaron precauciones que pusieron a mayor resguardo dicha obra.

Por lo visto el síndrome no se presenta solamente ante la belleza de las ciudades sino también ante la perfección de algunas obras artísticas que producen un súbito cambio en el comportamiento de algunas personas. Y la maestría de ciertos artistas lo provoca con mayor frecuencia. Por ello concluye el artículo de prensa citado afirmando que “el genio de Miguel Ángel parecería atraer más que otros artistas el impulso destructivo de los desequilibrados”.

Sin embargo el síndrome de Stendhal no sólo tiene lugar en Italia. Hay quienes sostienen que existen ciudades por otros rumbos que por su singular belleza dan lugar a algo muy similar; es el caso de Praga según lo narra Rodrigo Fresán.

(…) Praga es una Ciudad singularmente generosa con el turista porque parece haber sido construida para ser apreciada -con la boca abierta y los ojos más abiertos todavía- por el forastero que no da crédito a que la Praga que creó en su imaginación se parezca tanto pero tanto a la Praga que imaginaron sus creadores. Ana -quien saca las fotos de todo esto, quien asegura que no le van a alcanzar los rollos de película que trajo y que se confiesa agotada por una ciudad tan descaradamente fotogénica- se derrumba aquejada, tal vez, de un hipotético «mal de Praga», versión centroeuropea del «mal de Stendhal» o «de Florencia».

La revista Muy Interesante refiere lo que acontece a algunos japoneses durante su visita a París.

Una docena de turistas japoneses al año tienen que ser repatriados de la capital francesa después de ser víctimas del "síndrome de París". Se trata de un trastorno identificado hace veinte años por el psiquiatra Hiroaki Ota que aparece cuando un nipón que viaja a la capital francesa observa fuertes contrastes entre sus expectativas y la realidad parisina y sufre una crisis nerviosa. Los educados turistas japoneses que llegan a la ciudad son incapaces de separar la visión idealizada de la ciudad creada a partir de películas como Amelie, de la realidad de una moderna y bulliciosa metrópolis y del rudo carácter de los franceses, a veces bastante groseros.
La embajada japonesa tiene una línea telefónica disponible las 24 horas para los turistas que padezcan de este severo "shock cultural" y pueden ofrecerles tratamiento hospitalario de emergencia si es necesario.

Pero las ciudades no solo desequilibran al viajero por su belleza artística sino también por sus connotaciones religiosas. Una nota de prensa, que ya tiene algunos años, da cuenta del llamado síndrome de Jerusalén por el que “una media de 50 turistas extranjeros enloquecen cada año en esta ciudad y deben ser internados en hospitales psiquiátricos”. Agrega la nota que el doctor Yair Barel, a cargo de los servicios de psiquiatría en el distrito de Jerusalén, sostiene que “hay visitantes que llegan cargados con visiones del Antiguo Testamento o de los Evangelios, y el contacto con la atmósfera mítica de Jerusalén les causa el brote de la locura”. Agrega el artículo que los casos más comunes son los turistas que se sienten Jesucristo, oyen la voz del Mesías, son emisarios del Mesías, Moisés o San Juan Bautista.

Es así que en este afán de competencia que caracteriza al mundo actual es posible que no falte mucho, si es que aún no ha sucedido, para que alguien organice un concurso en el que mediante el voto popular se confeccione la lista de ciudades que habría que incluir como susceptibles de generar el síndrome de Stendhal.

Por mi parte propongo la ciudad de Oaxaca en la que es posible encontrar a tanto extranjero con aspecto de andar extraviado de sí mismo. Muchas veces me dijeron que ello se debía al consumo de hongos alucinógenos sin el acompañamiento debido, allá por  los rumbos de María Sabina. Pero ahora me pregunto si ello no será obra del síndrome de Oaxaca…

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