jueves, 22 de agosto de 2013

Protagonistas de novela

El género novelístico adquiere enorme relevancia en el mundo de la literatura y sus aportes son considerables. Hay novelas que por sí solas han logrado la conversión de nuevos lectores; están las que fortalecen el desarrollo de la imaginación; el dominio del lenguaje; el estudio de la psicología de los personajes; el manejo de la intriga, la descripción de escenarios, etc. Las hay que han ejercido gran influencia ideológica y ejemplo de ello es lo que afirma el escritor Daniel Chavarría: “Mi primer paso rumbo al comunismo lo di acicateado por la lectura de Los miserables, a los doce años.”
                                                                                 
Con mucha frecuencia se subraya la importancia de la primera frase en aquellas novelas que han alcanzado amplia difusión, tal como lo señala José Antonio Marina.

En el caso de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez cuenta que un día escribió una frase: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Se paró y se preguntó: “¿Y ahora qué carajo sigue?” Lo que siguió fue la novela que todos ustedes conocen.
 
Escribir o construir una novela implica un verdadero trabajo de ingeniería y es precisamente Jorge Ibargüengoitia, con formación en esa disciplina, quien comenta algunos pormenores del oficio.

Una imagen evoca otras, trae a la memoria otros instantes, fragmentos de conversaciones casi olvidadas, la presencia física de personajes casi desconocidos; chismes, etc. A partir de esta pequeña base y por medio de puras palabras se pone uno a construir, un poco como rompecabezas o castillo de dados, un pequeño mundo que resulte habitable para un desconocido -el lector- durante las dos horas y media que le dedique a la novela. Se trata de construir una ciudad, con su historia, su situación geográfica, sus costumbres locales. Está habitada por diez o doce personas y miles de comparsas. Se trata de que el lector no se pierda, de que sepa que si sale de Campomanes por el pasaje donde venden los churros va a llegar a la calle del Triunfo de Bustos, cerca de donde viven los Espinosa. Se trata también de que cuando oiga una conversación sepa quién es el que está hablando.

En esta reflexión no podía faltar la vuelta de tuerca de Ibargüengoitia que tanto lo caracterizara: “Tampoco vaya a creerse que escribir una novela es pura hospitalidad, porque el único lector en el que he estado pensando soy yo.”
 
Una vez que el novelista inicia su obra estará obligado a una permanente toma de decisiones. Vivirá eligiendo y no es raro que la solución a alguno de sus dilemas le llegue en sus horas de sueño hasta donde lo alcanzan sus propios personajes. Amos Oz da testimonio de ello.

Escribir una novela, dije en una ocasión, es como construir con un mecano todas las cadenas montañosas de Europa. O como hacer París entero, con sus edificios, sus plazas, sus bulevares, sus torres y arrabales, hasta el último banco de la calle, con cerillas.
Para escribir una novela de ochenta mil palabras debo tomar algo así como un cuarto de millón de decisiones: no sólo decisiones sobre el boceto de la trama, quién vivirá y quién morirá, quién amará y quién traicionará, quién se hará rico o se volverá loco, cuáles serán los nombres de los personajes, cómo serán sus caras y cuáles sus costumbres y ocupaciones, cómo dividirla en capítulos, cuál será el título del libro (ésas son las decisiones sencillas, las decisiones más burdas); y no sólo cuándo contar y cuándo silenciar, qué va antes y qué va después, qué revelar al detalle y qué sólo con alusiones (también ésas son decisiones bastante burdas), sobre todo se deben tomar miles de decisiones sutiles, como, por ejemplo, si poner ahí, en la tercera frase hacia el final del párrafo, azul o azulado. O celeste. O celeste oscuro. O tal vez azul ceniza. ¿Y poner ese azul ceniza al comienzo de la frase? ¿O mejor que estalle al final de la frase? ¿O en medio? ¿O que sea una frase breve independiente, un punto delante, un punto y una nueva línea detrás? ¿O no? ¿O es mejor que ese azul se sumerja en la arrastradora corriente de una frase compuesta y tortuosa, con muchos miembros y abundantes subordinaciones? O tal vez lo mejor sería escribir sencillamente cuatro palabras, «luz de la tarde», y no teñir esa luz de la tarde de ningún gris azulado ni ningún celeste polvoriento.

Hay novelistas que no sólo las escriben sino que las viven dado que su propia vida ofrece material más que suficiente para una buena novela. Manuel Scorza, entrevistado por Ricardo Garibay, da cuenta de lo que le aconteció.

Me meaban los perros ¡pero oye, esto no es metáfora, me meaban los perros a media calle! ¿Tú sabes lo que es que estés parado en una esquina de cualquier ciudad, con el vientre hecho un rechinadero de hambres, lloviendo, los zapatos rotos, sin pasaporte, ya sin mujer y sin hijos, temblando al paso de cada policía, sin poder decirle a nadie: oiga usted, buenas tardes, ¿se acuerda de mí? Yo soy Manuel Scorza... ¿y que de repente se te acerque un chucho, te ronde, te olisquee, alce la pata, descargue en la hilacha mojada que llevas por pantalón, y luego, encima, algo lo irrite, tal vez tu ruina, tu porquería, y te muerda ligeramente, con desprecio, y se aleje poco a poco, sabiendo que no te queda ánimo ni para darle una patada?
 
Otro fue el caso de Juan Ramón del Valle-Inclán quien, de acuerdo con Rafael Escandón, se identificaba con uno de sus personajes (el marqués de Bradomín) de quien decía el propio autor que era "un Don Juan feo, católico y sentimental". En un pleito callejero don Juan Ramón recibió una herida en el brazo izquierdo al que tiempo después tuvieron que amputarle. En relación a él, no solo su vida fue de novela sino que le hubiese significado una verdadera pesadilla dejar de ser novelista. Al respecto narra Rafael Escandón
 
Fue hospitalizado una vez, siendo menester una transfusión de sangre; pero no se encontraba su tipo a pesar de que muchos de sus amigos ofrecieron la suya. Solamente había uno, llamado Antonio Robles, escritor de cuentos para niños, que tenía la misma clase de sangre que el novelista necesitaba. Pero Don Ramón no la aceptó porque no quería "salir del hospital escribiendo cuentos infantiles".
 
Han existido novelistas cuya obra ha sido más bien escasa y también hubo quienes fueron verdaderas fábricas de escritura. Tal es el caso de Corín Tellado quien, de acuerdo con Homero Alsina Thevenet, “publicó unas cinco mil novelas, entre 1946 y 1996, lo cual supone una producción de dos por semana”.
 
Ahora bien el gremio de los lectores se puede dividir en quienes leen novelas en forma habitual y aquellos que no lo hacen. Por mi parte integro el segundo grupo aun cuando reconozco el placer que me han brindado algunas de ellas. Admito que las esquivo por su volumen (que en ocasiones me impone) y también porque suelo perderme entre tantos aconteceres y personajes. Alberto Salcedo Ramos recuerda que en una de las reiteradas ocasiones en que le preguntaron a Jorge Luis Borges por qué no escribía novelas, se limitó a responder: “no me gustan porque tienen mucha gente”.
 
Pero no es solo cuestión de que por lo general las habitan demasiados personajes sino que además les suceden muchísimas cosas. Alejandro Rossi profundiza en esta cuestión.
 
Cada vez que aparece un personaje –aunque apenas sea el vecino-, el novelista nos informa cuál es su estatura, el color de la corbata, sus problemas estomacales, el trabajo que desempeña, sus hábitos amorosos y sus dificultades con el portero. (…) El novelista (…) describe al vecino no porque le interese ese hombre cuya vida es un bostezo y cuyas corbatas son abominables, sino porque pidió azúcar, es decir, realizó una acción. Por consiguiente, es necesario investigar al promotor de esa trivialidad. (…) Cuando leo un relato casi imploro que no pase nada, que los invitados a la cena masquen en silencio, sin tirar la sal, sin mancharse la camisa, sin derramar el vino.
 
Pero con frecuencia sucede que la realidad novelística contradice los deseos de Rossi. “Si al gordo de la derecha –cuya biografía milagrosamente ignorábamos- se le resbala la servilleta como resultado de un movimiento brusco, estamos perdidos. El redactor –burócrata cansado- abrirá un expediente y nos explicará quién es la causa de una acción tan decisiva.”
 
Seguramente los fanáticos del género, por el contrario, disfrutarán todas y cada una de las peripecias que le ocurran “al gordo de la derecha”.

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