martes, 1 de octubre de 2013

Cuando de regalos se trata

Es posible que los regalos acompañen desde siempre a la humanidad y los hay en diversas presentaciones. Una de ellas se orienta a compartir, en forma totalmente desinteresada, con otra persona algo que seguramente le será agradable; otra posibilidad, desde una perspectiva ya no tan desinteresada, procura complacer a la persona amada hasta el punto de ser correspondido o al jefe con la esperanza de conseguir algún beneficio.
 
También se pueden enunciar otras clasificaciones. Por una parte están los regalos utilitarios como puede ser el globalizado pastel de cumpleaños (“¡mordida, mordida!”) que resulta de un amplio abanico de posibilidades que va de los que son verdaderas joyas de la repostería casera hasta aquellos de fiesta de quince comprados por catálogo en la panadería de la esquina y que según Jorge Ibargüengoitia “parecen monumentos funerarios color de rosa, azules o blancos”. También están los regalos de ponerse (“¡que se lo ponga, que se lo ponga!”) que han dado lugar a más de una situación jocosa.
 
Hay regalos que no son ni utilitarios ni agradables y frente a los cuales uno se pregunta: ¿y ahora qué carajo hago con esto? No se trata tanto de regalos sino de presentes. Sabido es que suelen utilizarse como sinónimos las palabras regalo y  presente. Me parece una concepción inadecuada de la realidad ya que el verdadero regalo (y esto no tiene que ver con su costo o naturaleza) se encuentra muy lejos del presente que se limita únicamente a decir: aquí estoy.
 
Nicolás Alvarado narra lo que hacía su abuela con los regalos de muy mal gusto que le habían hecho y que al no saber donde ponerlos optaba por el conocido roperazo.
 
-¿Qué es esa cosa tan horrible, abuela?
La abuela tardó algún tiempo en responder a la pregunta. Transportó el objeto hasta una mesa, lo sacó de la bolsa de plástico transparente que lo protegía, pasó un trapo de franela por su superficie y sólo entonces se animó a colocar la diminuta llave dieciochesca en la diminuta cerradura a fin de abrir las dos puertas de barata madera rojiza labrada con diseños chinescos. (...)
-Es un joyero, m’hijito. Supongo que esos ganchitos sirven para colgar collares y los cajones para guardar anillos, aretes y pulseras. Y tienes razón: está horroroso.
-¿Y por qué lo compraste?
-¡Niño! ¡De dónde sacas que yo haya podido comprar una cosa tan espantosa! Alguien me lo ha de haber regalado.
-¿Quién abuela?
-¡Y cómo voy a saber quién! Alguien tan cursi como para pensar que un joyero tiene que parecer una cruza entre el ropero de Madame de Pompadour y el de Madame Chag Kai-Shek. (...) Ayúdame a pensar para quién podría servir. A ver léeme la lista.
Tomó el bloc de notas que descansaba sobre la mesa y comenzó a recitar los nombres de todos y cada uno de los integrantes de la familia ampliada, divididos en apartados encabezados por cada uno de los hijos de la abuela. Alberto-María-Albertito-Luz-Pepe, Tomás-Mónica-Tomasito-Moni, Don Julio-Mina, Ricardo-Maribel-Ricardito...
-¡Espérate, espérate! ¿Qué pusimos para Eloísa?
Eloísa era la madre de la tía Maribel, esposa del tío Ricardo. Dicho de otro modo, era la consuegra de la abuela. Y junto a su nombre no había más que un renglón vacío.
-Todavía nada, abuela.
-Anótale “Joyero chino”. Le va a encantar: va perfecto con su casa. Y tráeme las tijeras de mi clóset para envolverlo de una vez.
Diez días después, la abuela recibía la puntual llamada de agradecimiento de doña Eloísa:
-¿Regina? ¿Cómo has estado? Habla Eloísa Urdaneta.
-¡Eloísa, qué gusto! Yo aquí, como loca con la Navidad. ¿Y tú qué tal? Me dijo Maribel que te van a operar de la columna...
-En enero, Regina, en enero, Dios mediante. Pero lo que quería era agradecerte el regalo de navidad que hiciste favor de mandarme.
-De qué, Eloísa, de qué: un detallito con mucho cariño.
-No, un detallazo. Además, no sabes cómo me hizo reír que me regalaras justo el mismo joyero que yo te regalé hace cuatro años.
La abuela hizo una pausa apenas perceptible en su discurso. Su inteligencia, sin embargo, se reveló superior a su memoria:
-¡Ay, Eloísa, es que me gustó tanto que quería que tú tuvieras uno igual!
 
Si no se pone fin a ello, este tipo de regalos estarían circulando permanentemente, como esos juegos de cartas en que hay que desprenderse de una de ellas a como de lugar. Los efectos de esta ida y vuelta de los regalos de poca monta, según Jorge Ibargüengoitia, podrían llegar a afectar la economía nacional.
 
(…) si todos empezamos a regalarnos cosas que no sirven más que para volver a regalarse, va a llegar, irremisiblemente, un momento en que nos hartemos y al acercarse la Navidad pongamos, en la puerta de nuestras casas, un letrero que diga: “no se reciben regalos”. Esto tendría consecuencias muy serias. Aumentaría el desempleo por un lado, pero, por otro, aumentaría el ahorro y la inversión productiva.
 
Estos eventos serían muy peligrosos porque la Navidad, además de sus implicancias religiosas, resulta una festividad imprescindible para la Secretaría de Hacienda. Ibargüengoitia se refiere a la importancia que adquieren los regalos navideños para el funcionamiento de la economía.
 
Algunos economistas dicen que si la Navidad no existiera será necesario inventarla. Lo que la gente gasta en regalos, nos dicen, constituye, en realidad, una inyección tonificante para la industria y el comercio nacionales. La cosa es así: el gobierno y las empresas regalan miles de millones de pesos a los empleados, éstos a su vez gastan miles de millones de pesos en regalarse cosas unos a otros y el comercio, que es el beneficiario de esta operación, gasta a su vez, miles de millones de pesos en pagar impuestos al gobierno con objeto de ponerlo en condiciones de dar espléndidos aguinaldos al año siguiente y repetir el ciclo. (…)
Como puede verse, también, al final de la operación el gobierno y las empresas han adquirido algo que tiene un valor positivo: dinero; el público, en cambio, ha adquirido… ¿qué cosa? Regalos, puros regalos. Por consiguiente, podemos decir que es la parte agraviada.
 
Tal vez por ello Edmundo O’Gorman afirmaba que “La navidad es la venganza de los mercaderes contra Jesús por haberlos expulsado del templo.”
 
En opinión de Ibargüengoitia, los regalos pueden dividirse en impersonales y personales. De manera errónea se podría creer que esta segunda opción presenta ventajas sobre la primera, pero en realidad no sucede así.
 
Hay dos clases de regalos. Los “impersonales”, que se llaman así porque resultan perfectamente inútiles para cualquier gente que los reciba y porque además, carecen de cualquier característica definida que permita decir, cuando menos, que son horribles. La otra clase, los regalos “personales”, se hacen partiendo de la suposición de que conoce uno los gustos del que los recibe, suposición que resulta equivocada en la mayoría de los casos. Por ejemplo, regala uno el libro ya leído o del autor detestado; los cigarros, carísimos, pero aborrecidos; la corbata imponible, la camisa tres números más grande, un paraguas para quien no se atreve salir a la calle de paraguas, una boquilla para quien quiere fumar en bruto, unas mancuernillas para quien usa camisa de manga corta, etcétera. 
 
También están aquellos que antes de entregar su regalo ya están pidiendo disculpas bajo la forma de que “es una cosa de nada” o “si no te gusta lo puedes cambiar” o “tal vez no sea del estilo de lo que te gusta”.
 
Por otra parte, existen regalos que son horribles y cuya poca calidad no responde a la condición económica del obsequioso sino más bien a su mal gusto o a que se trata de un regalo de compromiso (vaya fea expresión). Pero hay algo peor aún y tiene que ver con que si el regalo es una expresión de lo que la otra persona piensa de nosotros o de lo que valora ese vínculo, entonces con razones más que legítimas uno se deprime al constatar el bajo concepto en que el otro nos tiene situados por lo que a sus ojos no somos merecedores de otra cosa que esa porquería que bien podría haber sido un premio consuelo en una kermesse parroquial. En relación al tema Germán Dehesa nos comparte su experiencia:
 
Es horrendo vivir esa escena en la que nos enfrentamos con la señora decente (en busca de dejar de serlo) que se coló de última hora a nuestra fiesta y nos extiende una bolsita mientras nos dice las ciertamente originales palabras: toma, te compré una porquerillita. Desempacamos el dudoso obsequio y descubrimos que no es una porquerillita, ¡es una porquerillota!... Y pensar que de todos modos tenemos que dar las gracias. Es algo que me produce náuseas (...). Y aquí de nada sirve ser irónico. A mí, una de estas señoras de las que estoy hablando me obsequió un pequeño cuadro con una horripilante imagen de Santa Teresita del Niño Jesús con los ojos volteados como si trajera todas las uñas enterradas. Yo ví el adefesio y comenté con falso alborozo:
-¿Cómo adivinaste?, es exactamente lo que estaba necesitando.
-¿Verdad que sí? –me dijo la idiota.
 
En el recuento de los diversos tipos de regalos no es posible dejar de señalar aquellos que son portadores de mensajes contundentes como por ejemplo un desodorante o un perfume corrientón que, en algunos casos y para terminar de amolarla, puede venir acompañado de un: “sí, ya sabía que te daría gusto recibir algo que te estaba haciendo falta”.
 
Es posible hacer una clasificación de quienes regalan, a juzgar por los objetos obsequiados. Para el mismo Jorge Ibargüengoitia los regalos
 
(…) son el espejo del alma de quien los da; un espíritu exquisito regala obras de arte (objets d’art) –un galgo de bronce, un chango (familia de los mandriles) hecho en cristal veneciano o una escupidera antigua- el generoso da joyas –o relojes, o coches-, el codo, regala libros; el que no halla qué regalar da pañuelos, que nunca han hecho feliz a nadie; el bon vivant regala jamones o botellas, todo importado.
 
A la hora de adquirir el regalo hay quienes procuran conciliar categorías que en principio parecieran ser incompatibles. Comenta Roberto Blanco Moheno que una chica, en Tampico, le preguntó a César Garizurieta qué le podría regalar a su novio que fuera barato. “Cómprale una corbata”. “No, quiero algo barato pero que le dure toda la vida”. Ante esa demanda Garizurieta se limitó a responder: “Entonces cómprale una tortuga”.
 
Por otro lado están aquellos que aún en su pobreza material dejan de manifiesto su creatividad en los objetos que regalan y tanto es el afecto que se siente por ellos que sea lo que sea sus obsequios, siempre serán muy bien recibidos. La escritora Pita Amor fue uno de estos casos y Elena Poniatowska deja registro de ello.
 
Año tras año solíamos celebrar la Navidad en casa de Carito Amor y Raoul Fournier en San Jerónimo, y Pita (Amor) llegaba con dos o tres bolsas de plástico de la Comercial Mexicana e iba repartiendo sus regalos: una pasta de dientes, un jabón, una crema de afeitar, una caja de kotex (de seis, pequeña), que resultaban sumamente originales al Iado de las tradicionales corbatas, marcos de Pewter y ceniceros de vidrio. Al rato ya no hubo ni navajas de afeitar ni kleenex, sino unos dibujos hechos en cartulinas del tamaño de una baraja que ponía en nuestras manos como los sordomudos lo hacen en los cafés de banqueta.
 
Algunos eventos históricos nos presentan a personajes que tuvieron un raro concepto de lo que es un regalo. El general Francisco R. Serrano tuvo una destacada carrera militar y política al formar parte del Estado Mayor del general Obregón y además de otros cargos llegó a ser designado Secretario de Guerra y posteriormente Gobernador del Distrito Federal. Siendo muy joven aún quiso ser candidato presidencial por el partido Antirreeleccionista oponiéndose a las ambiciones nada menos de quien fuera su gran amigo, el general Álvaro Obregón. Al descubrir que el proceso electoral se encontraba amañado, el general Serrano junto a sus partidarios optó por rebelarse. Una vez descubierto, la respuesta no se hizo esperar: fue capturado en Cuernavaca junto con sus compañeros para posteriormente ser  trasladados a la ciudad de México.
 
En la población de Huitzilac en la vieja carretera a Cuernavaca se les obligó a descender de los automóviles y fueron acribillados vilmente el 3 de octubre de 1927, siguiendo órdenes emanadas directamente del general Obregón.  Según Jorge Mejía Prieto, el propio Obregón fue a la morgue y al ver en la plancha el cadáver de su antiguo amigo y colaborador distinguido, con su única mano le acarició el cabello y dijo con voz entrecortada por las lágrimas: “¡Ay Pancho, no tenías remedio, y fuiste un loco hasta el final! ¡Mira nada más qué regalo tan triste me obligaste a darte en tu cumpleaños!” Para regalos de este tipo más valdría que el cumpleaños pasara inadvertido...
 
 
En tiempos recientes se ha difundido la discutible costumbre de los intercambios de regalos que se ha puesto de moda particularmente en escuelas y oficinas. Así lo gratuito pasa a la órbita del deber. Bajo la forma del amigo invisible y el consiguiente sorteo de papelitos para ver de quién, a fuerza, deberemos ser  amigo invisible y quién, en la misma condición, lo será de nosotros. Han existido casos de quienes por enemistad con el amigo que les tocó o bien por tacañería regalaron un cepillo de dientes, un disco adquirido en una tienda que vende los saldos de los saldos (saldos al cuadrado) o un estuche de jabón “para cuando vayas al club a hacer ejercicio” (esto suele llevar como destinatario a un gordo inconmensurable que el último ejercicio no imprescindible lo realizó hace tres décadas...)  
 
Se presenta el caso de aquellos que a última hora toman conciencia de la miseria del obsequio que están por hacer y quieren compensarlo con un envoltorio soberbio. Y hay quienes se van con la finta…; qué difícil resulta –en esos casos- disimular la frustración luego de retirar el último envoltorio y apreciar la triste realidad.  Germán Dehesa considera que los envoltorios exagerados forman parte de la idiosincrasia nacional.
 
Habría que escribir un voluminoso ensayo acerca del barroquismo mexicano que se hace presente en todo lo que envolvemos. Algo muy sutil en nuestro genoma nos hace percibir que cualquier cosa que no esté envuelta regiamente está como encuerada, impúdica y a merced de la lascivia popular. Entonces, cuando vamos a regalar lo que sea, le ponemos ropa interior, ropa exterior y numerosos adornos; de ser posible, la bolsa en la que va el regalo deberá retacarse también de artísticos y coloridos cucuruchos de papel de china.
 
Ante tales despropósitos hubo lugares en que al amigo invisible se le impuso la lógica del mercado: los regalos del intercambio deben situarse dentro de cierto margen de valor que se especifica en las reglas del juego. Esto resolvió sólo parcialmente el tema porque en algunos casos hay quienes dicen haber comprado la porquería de siempre a precios de nunca.
 
 
Hay quienes dan los regalos como con pocas ganas y solamente cuando la presencia del almanaque se deja sentir. Esos son los regalos calendáricos, los que se acercan al ritual y se alejan de la gratuidad, del simple “porque sí”. Consideración aparte merecen algunos regalos que llegan en momentos en que no es usual hacerlos y que están cargados de significados. A este respecto Arnoldo Kraus comenta una vivencia personal en la que recibió un  valioso obsequio de parte de Carlos Monsiváis.
 
Cuando murió mi padre, en 1994, Carlos acudió a mi consultorio. El diálogo fue muy breve. Tras los saludos de rigor y un pequeño intercambio de ideas le pregunté: “Carlos, ¿en qué te ayudo?” Me respondió, “en nada, no me siento mal. Vine por otra razón”. “¿Qué sucede?”. Después de un momento sacó de su portafolio una bolsa de plástico y me la entregó. “Ábrela”, me dijo. La emoción y la sorpresa fueron enormes. La bolsa contenía un libro viejo, ilustrado, muy bien conservado y de una belleza casi indescriptible. Durante unos pocos minutos, rodeados por un silencio profundo, cogí con cuidado el libro: lo toqué, lo volteé, lo hojeé y busqué la fecha de edición y el país de origen del libro.
El libro, Il Canzoniere di Dante, era muy hermoso. En nada difería a los de los museos o a los de las casas de antigüedades. Poco tardé en amistarme con él. “¿Por qué me lo das?”, pregunté. “En Oaxaca aprendí que la mejor forma de acompañar a una persona cuando sufre una pérdida es regalarle algo personal, algo que quieres y que atesoras”. Terminada la oración Carlos se levantó, me dio unas palmadas y se fue. No tuve la oportunidad de agradecerle o de hacer algún comentario. Me dejó el mismo silencio cariñoso que rodeó la atmósfera mientras hojeaba el libro ante su mirada compañera. Hoy, mientras escribo y le rindo un pequeño homenaje a Carlos, hojeo el libro. El silencio me acompaña y me regresa al mutismo de aquel día. Ese acompañar fue, para mí, un regalo de la vida.
 
Así hay regalos que están llamados a permanecer con nosotros, a ser parte de nuestro equipaje en el viaje de la vida. A estos obsequios que tal vez nos acompañen muchos años los guardamos con un cuidado extremo por el enorme valor que tienen para nosotros por quién nos lo dio, por el momento en que sucedió, por lo que significa ese objeto o por alguna de esas varias razones que forman parte de nuestras historias personales. 

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