martes, 22 de octubre de 2013

La comunicación entre médico y paciente


La relación entre médico tratante y paciente hospitalizado es muy asimétrica. El uno parece tener salud para dar y regalar; el otro está atrapado en su quebranto. El galeno sabe o cuando menos lo supone; el enfermo desconoce mucho de aquello que le sucede. Uno luce bata impecable mientras el otro se contenta con un humilde pijama. Y lo más importante: el médico se va, el paciente se queda.

Está claro que los doctores no la tienen fácil dado que debe ser muy difícil convivir con tanto dolor y sufrimiento. Así su profesión habita fronteras complejas como la de sentir con el otro pero no sucumbir ante tantos cuadros de pronóstico reservado. Frente a este horizonte no son pocos quienes toman la falsa salida de blindarse con una frialdad que ni ellos mismos se creen o de burocratizar su práctica profesional.

Una muestra que pone de manifiesto la actitud de los doctores, reside en la historia clínica. Oliver Sacks aborda esta cuestión.

Fue Hipócrates quien introdujo el concepto histórico de enfermedad, la idea de que las enfermedades siguen un curso, desde sus primeros indicios a su clímax o crisis, y después a su desenlace fatal o feliz. Hipócrates introdujo así el historial clínico, una descripción o bosquejo de la historia natural de la enfermedad, que expresa con toda precisión el viejo término “patología”. Tales historiales son una forma de historia natural… pero nada nos cuentan del individuo y de su historia; nada transmiten de la persona y de la experiencia de la persona, mientras afronta su enfermedad y lucha por sobrevivir a ella. En un historial clínico riguroso no hay “sujeto”; los historiales clínicos modernos aluden al sujeto con una frase rápida (“hembra albina trisómica de 21”), que podría aplicarse igual a una rata que a un ser humano.

Frente a esto reacciona el doctor Sacks. “Para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; sólo así tendremos un ‘quién’ además de un ‘qué’, un individuo real, un paciente, en relación con la enfermedad… en relación con el reconocimiento médico físico.”

Hace ya algunos años el escritor Juan José Millás se convirtió en la sombra de Josep Baselga, médico oncólogo, y publicó en El País Semanal la crónica de aquella jornada. Al abordar el tema que nos ocupa, el Dr. Baselga señala:

La comunicación con el paciente es fundamental. Debes conocer sus gustos, sus inclinaciones. Has visto que pregunto cuántos hijos tienen, si han hablado con ellos, si están al tanto del problema. A veces tenemos buenos médicos, pero malos comunicadores. Saber comunicar con el paciente, explicarle lo que tiene y asegurarle que estás involucrado en su cura es fundamental. Hay médicos que, para defenderse de sus emociones, se convierten en una pared, cuando en esta enfermedad el factor emocional es importantísimo. Un buen especialista sin capacidad de comunicación no es nada.

De acuerdo con la nota de Juan José Millás las declaraciones del facultativo no se quedan en un bonito discurso de campaña sino que se sustentan en su práctica profesional.

Vemos ahora a un paciente muy curioso que, a la pregunta de si fuma, responde que fuma seis meses al año y descansa otros seis. Es un hombre menudo, delgado y muy pulcro. Está un poco violento porque acaba de vomitar sobre la chaqueta del pijama, a la altura de la clavícula, donde se observa una pequeña mancha húmeda.
-Es que me ha sentado mal el yugur -se disculpa.
Baselga habla con él del tratamiento, se interesa por su situación familiar, y en un momento dado, de forma aparentemente casual, coloca sobre el vómito la mano que hasta ese instante tenía sobre el brazo del paciente y la mantiene ahí, con una presión afectuosa, mientras continúa explicándole los pasos a seguir.

Muchos autores se han referido a la importancia de este tipo de diálogo que denota proximidad en el vínculo médico-paciente; entre ellos el filósofo Ruben Kanalenstein. “Es que las palabras pueden bendecir, pueden curar. Un médico que no habla y que no escucha, por más buenas que sean sus recetas, no sirve, no llega.”

El escritor Eliseo Alberto, quien pasó por diversas internaciones hospitalarias debido a sus problemas de salud, sabe mucho del tema.

Los hospitales, sí, son islas: cada cama es un atolón rodeado de soledad en el aséptico archipiélago de una sala. Una noche de noviembre, acostado en la mía, la número 18, recordé una anécdota que me contaron de niño. El hermano de mamá y Fina, el culto tío Sergio, ginecólogo y tenor de melodiosa voz, por más de treinta años fue profesor titular en la Escuela de Medicina de la Universidad de la Habana. Cada primer día de clase repetía a sus alumnos la misma lección que él recibiera durante sus años estudiantiles, según curiosa pedagogía de su preceptor de entonces, un clínico célebre por su sabiduría y sensatez. Luego de las presentaciones de rigor, pedía a los muchachos que se acostaran boca arriba en el piso del cuarto, y se iba sin dar más explicaciones. Allí los dejaba la primera media hora. “¿Cómo están?”, les preguntaba desde la puerta. Regresaba treinta minutos después. “¿Cansados?” Los discípulos protestaban a coro. Culebreaban en el suelo. Eso es lo primero que debe saber alguien que quiera ser médico: los pacientes en sus camastros sólo ven el techo. Horas y horas con la mente en blanco y la vista clavada en ese desértico paisaje de cal. Nuestra tarea es lograr que se levanten lo antes posible. Nunca lo olviden. Miren el techo: tiene mucho que enseñarnos sobre el dolor, la resignación y la calma.   

Una vez más se trata de recurrir a la vieja y querida empatía: ser capaz de ponerse en el lugar del otro sin perder el propio.

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