martes, 29 de octubre de 2013

Un minuto de silencio


Costumbre muy extendida la de guardar un minuto de silencio, sea en recuerdo emocionado de una persona fallecida o en conmemoración de un trágico acontecimiento con impacto colectivo. Según lo señala la revista Culturizando inicialmente su duración era de dos minutos.

Fue en 1919 en el primer aniversario del armisticio que puso fin a la 1ª Guerra Mundial. Edward Honey, un periodista australiano tuvo la idea de guardar silencio para recordar a los muertos. A esta petición se unió el rey Jorge V que pidió a su pueblo que dejaran todo lo que estaban haciendo durante dos minutos para que nadie olvidara lo que había supuesto la I Guerra Mundial.
Desde ese día en Inglaterra se siguen guardando los dos minutos para conmemorar el armisticio mientras que en el resto del mundo es un minuto el que utilizamos para estas conmemoraciones o recuerdos.

El minuto de silencio tiene su proceso: alguien lo solicita, se aprueba y finalmente se lleva a cabo. Guillermo Sheridan se refiere a ello.

Mirada con cautela, la expresión “pedir un minuto de silencio”, tan frecuente en nuestra ruidosa vida pública, tiene una rara calidad poética. Medida llena de algo inmedible, el encuentro entre el preciso cronómetro y el vago decibel engendra una sinestesia: el oído se asocia al reloj y el pabellón a su carátula. “Minuto de silencio” es como un metro de nieve, una hectárea de rencor o un galón de olvido.
(…) El “minuto de silencio” es uno de esos casos en los que la teoría es tan estrecha que parece manual de instrucciones prácticas: alguien lo pide, los demás se ponen de pie ruidosamente, se quedan quietos y mudos, eligen alguna cara de inocencia y piensan en el difunto, en las heroicas o canallas razones que lo dejaron idem, y en lo que uno perdió o ganó con su muerte. El carácter público del minuto es requisito fundamental. Nadie se pide un minuto de silencio a sí mismo, entre otras cosas porque no habría a quién pedirlo o bien a quién concederlo. A pesar de ser obviamente introspectivo, el minuto se hace en público y de ser posible en bola (pues estar callado no implica estar invisible), para que a uno lo vean guardando el minuto los demás, la nación o quien resulte responsable.

En sociedades como las nuestras, con severos problemas de contaminación auditiva y de tanta facilidad de palabra, no es poca cosa lograr un verdadero minuto de silencio. El mexicano, según Joaquín Antonio Peñalosa, manifiesta el síndrome de incontinencia verbal. “No puede tener la boca cerrada ni cuando trabaja ni cuando estudia. Con decirles que no es capaz de guardar ni siquiera un minuto de silencio cuando en los estadios y plazas de toros lo pide, a nombre de un pobre difuntito, una fúnebre voz en el sonido local. Lo más que ha podido conseguirse es un cuarto de minuto de silencio.” Así, de acuerdo con Peñalosa, aún no se ha inventado el lugar ni la circunstancia que pueda inhibir a la conversación.

No han faltado circunstancias en que el silencio pareció ser poco representativo para lo que fue la vida del personaje homenajeado. Tal fue lo acontecido respecto al escritor José Revueltas, según lo narra Carlos Monsiváis. “(…) en abril de 1976, en la velada luctuosa en el Auditorio de Humanidades, Juan de la Cabada (…) lanza su propuesta: ‘¿Por qué un minuto de silencio para un compañero que jamás se calló? Mejor un minuto de aplausos a quien vivió con tanto ruido y tanto amor su existencia’. Y allí surge una nueva tradición funeraria.”

Por otra parte en la literatura, cuando menos, se presentó un extraño suceso: el minuto de silencio en vida. De acuerdo a lo esperable, según lo evoca Sheridan, las cosas no terminaron bien.

¿Es en Campobello, o en las ¿Por quién doblan las campanas? de Hemingway quiza, donde un sádico coronel pide un minuto de silencio a priori por el prisionero que espera ante el pelotón de fusilamiento? (El condenado grosero no sólo no respeta su propio minuto de silencio, sino que se dedica a insultar al coronel y a la puta que lo parió. Terminado el minuto, el coronel lo fusila con más ganas.)

Concluye Guillermo Sheridan que el minuto de silencio es el único reconocimiento que no provoca envidias. “En la gran cantidad de homenajes que los priístas brindan a otro priísta o se brindan a sí mismos, el ‘minuto de silencio’ tiene la peculiaridad de ser el único en el que nadie envidia al homenajeado (...)”

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