martes, 22 de abril de 2014

¿Realismo o realismo mágico?


Muchos son los autores que han incursionado en el estudio del llamado realismo mágico que reviste una presencia tan destacada en la literatura latinoamericana. El fenómeno intriga a escritores y editores europeos: ¿cómo y desde dónde surge esa imaginación portentosa que concibe situaciones tan maravillosas?
 
Algunos se limitan a preguntar a sus colegas latinoamericanos sobre ello, tal como da cuenta uno de los grandes del género: Augusto Tito Monterroso. Su respuesta, que en algún sentido resta importancia a su propio trabajo, pone bajo sospecha la existencia del realismo mágico.
 
Hace poco me pidieron en España que hablara de la literatura fantástica mexicana. Y la he buscado y perseguido: en la mía y en bibliotecas públicas y privadas, y esa literatura casi no aparece, porque lo más fantástico a que pueda llegar aquí la imaginación se desvanece en el trasfondo de una vida real y de todos los días que es, no obstante, como un sueño dentro de otro sueño. Lo mágico, lo fantástico y lo maravilloso está siempre a punto de suceder en México, y sucede, y uno sólo dice: pues sí.
 
Entre los escritores que han destacado en este campo se impone la figura emblemática de Gabriel García Márquez, reconocida en todo el mundo. El escritor italiano Alessandro Baricco (“Todo lo que yo le debo”, en El País del 20 de abril de 2014)  expresa admiración por su obra y formula algunos apuntes acerca del realismo mágico a partir de una visita que realizara a Colombia
 
Debo decir también que durante años amé los libros de García Márquez desde lejos, sin pisar nunca Sudamérica. Luego, una vez acabé en Colombia. Fue un poco como acabar en la cama con una mujer con la que te escribiste cartas durante años. Para entendernos, cuando a los colombianos les citas la expresión “realismo mágico” se echan al suelo de las risas. En cualquier caso no entienden qué significa. Porque lo que nosotros tratamos de definir, ellos lo poseen como desarrollo normal de las cosas, paisaje atávico del vivir, catalogación ordinaria de lo creado. Te paras a charlar diez minutos con un camarero y ya estás en Macondo. Es que somos pobres y habitamos una tierra complicada, me explicó una vez un poeta de allí. (…) Luego, con cierta coherencia, me contó esta historia verdadera (aunque verdadera, lo entendéis, allí es una palabra bastante evanescente). Un pueblo de la costa, para la fiesta grande, contrata a un circo de la capital. El circo se sube a un barco y pone rumbo al pueblo. No lejos de la costa sin embargo naufraga: todo el circo se hunde, y las corrientes se lo llevan. Dos días después, en un pueblo cercano (aunque cercano allí, significa poco porque si no hay una carretera que parte la selva podrías estar a mil kilómetros), los pescadores salen a recoger las redes. No saben nada del otro pueblo, nada del circo, nada del naufragio. Sacan las redes y se encuentran a un león. No se inmutan. Vuelven a casa. ¿Qué tal te ha ido hoy?, le habrán preguntado al pescador, en casa, todos alrededor de la mesa, para la cena. Pues nada, hoy hemos pescado leones.
Nosotros esto lo llamamos “realismo mágico”. Entenderéis bien que esos no entiendan.
                                  
Para concluir veamos la experiencia vivida y narrada por el mismo Gabriel García Márquez (“Un domingo de delirio”, en El País del 10 de marzo de 1981) en relación al tema que nos ocupa.
 
Un editor de Barcelona hizo la semana pasada una escala en Cartagena de Indias para almorzar conmigo. Después de una comida criolla bien conversada, lo llevé a conocer la ciudad antigua, que, con toda razón, le pareció una de las más bellas del mundo. Lo invité más tarde a tomar un café en casa de mis padres, que tienen 54 nietos, y muchos de ellos habían ido a saludarlos. Por último sin saber cómo, terminamos en una recepción en que lo trataron con tanta amabilidad que tuvo que escuchar seis discursos y se tomó once vasos de whisky en tres cuartos de hora. Al atardecer, todavía medio aturdido por tantas novedades juntas, se fue con la impresión de haber vivido una de las experiencias más raras de su vida. “No has inventado nada en tus libros”, me dijo al despedirse. “Eres un simple notario sin imaginación”.
 
Luego de describir otras cuantas peripecias de ese apacible domingo compartido con aquel editor catalán, continúa García Márquez su relato.
 
Agobiado por tanto realismo fantástico, mi amigo me agradeció, como una pausa de alivio, que lo invitara a tomarse un café en casa de mis padres. Más le hubiera valido no aliviarse. En efecto, como creo haberlo dicho otras veces, mi padre acaba de cumplir ochenta años, y mi madre 76. Pero no hay manera de sentarlos a descansar. Mi padre se va a pie todos los días, bajo el sol de fuego, hasta el centro de la ciudad, y no hemos logrado disuadirlo de una excursión que quiere hacer por la selva amazónica. Mi madre, se ha empeñado toda la vida en hacer los oficios de la casa, y quiere inclusive acabar de lavar los platos que la lavadora eléctrica deja mal lavados. Mi amigo le preguntó si alguien la ayudaba, y ella le contestó con su lenguaje propio: “Tengo dos secretarias”. Mi amigo le preguntó desde cuándo, y ella le volvió a contestar: “Desde hace quince días”. El secreto de ambos es que nunca se han puesto a pensar en la edad. Hace poco, mi padre compró unos bonos que serán liquidados en el año 2.000. Es decir, cuando él tenga cien años. Uno de mis hermanos le reprochó su falta de sentido, y él replicó impasible: “No los compré para mi beneficio, sino para asegurarle a tu madre una vejez tranquila”.
Mientras conversábamos, llegó una nieta a contarnos que la noche anterior se había desdoblado. “Cuando regresé del baño”, me dijo, “me encontré conmigo misma que todavía estaba en la cama”. Poco después llegaron tres hermanas y dos hermanos, de los dieciséis que somos en total. Una de ellas, que fue monja hasta hace poco, se enredó en un diálogo sobre religiones comparadas con un hermano que es mormón. Otro hermano había mandado hacer una tabla sobre medida, pero cuando la volvió a medir en la casa resultó ser más corta que en la carpintería. “Es que en el Caribe no hay dos metros iguales”, dijo. En efecto, midió un metro con el otro, y a uno de los dos le faltaba un centímetro. Otra hermana tocaba al piano la serenata del cuarteto número cinco de Hayden. Le hice ver que la tocaba tan rápido que parecía una mazurca. “Es que sólo toco el piano cuando estoy acelerada”, me dijo, “lo hago para tratar de calmarme, pero lo único que consigo es acelerar también al piano”. En esas estábamos cuando tocó a la puerta una hermana de mi madre, la tía Elvira, de 84 años, a quien no veíamos desde hacía quince años. Venía de Riohacha, en un taxi expreso, y se había envuelto la cabeza con un trapo negro para protegerse del sol. Entró feliz, con los brazos abiertos, y dijo para que todos la oyéramos: “Vengo a despedirme, porque ya casi me voy a morir”. Mi amigo no soportó más. Al atardecer, camino del aeropuerto, me costó trabajo convencerlo de que esa era nuestra vida real de todos los días, y de que yo no había preparado -sólo por impresionarlo- cada uno de los episodios de aquel domingo de delirio.
                       
Sin hacer menos lo que sucede en otros países del continente, Colombia y México constituyen una fuente inagotable de estos aconteceres fronterizos situados entre el realismo y el realismo mágico. Y seguramente ello tuvo algo que ver con que Gabriel García Márquez se sintiera tan a gusto en ambos lugares.

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