jueves, 24 de abril de 2014

Tequila e identidad nacional


Existen alcoholes para todos los gustos de tal manera que lo que para unos es un sueño para otros se vuelve pesadilla: es improbable que un tomador de coñac acepte paladear un anís. Por otra parte hay alcoholes para casi todos los bolsillos, desde el whisky de etiqueta negra o sangre azul, hasta las famosas “colas” (lo que se junta de las sobras de los diversos vasos en algunas cantinas de mala vida) e incluso el temible alcohol 90º. También hay alcoholes para toda ocasión, tal como lo describe María del Pilar Montes de Oca Sicilia.
 
Estarán de acuerdo conmigo en que cada bebida significa algo, en especial tratándose del inconsciente colectivo occidental. La champaña es, sin duda, festejo; se usa para celebrar el amor, el triunfo o cualquier cosa, porque es burbujeante y da una especie de alegría instantánea. El ron es reflejo de la idiosincrasia caribeña que gusta del baile, la fiesta y el tambor. El coñac es un aguardiente que refleja seriedad y refinamiento, tranquilidad y madurez. El ajenjo, por su parte, podría representar el instinto creador de los poetas y artistas malditos y el vodka, el uso consuetudinario, y para nosotros excesivo, de las tierras nórdicas que tienen temperaturas bajo cero.
El tequila representa, a primera vista, el festejo y la muestra de mexicanidad, pero, más allá y en un sentido más profundo, representa el despecho, el mal de amores, por aquella creencia popular de que “hay que beber para olvidar” y, para eso –estoy convencida- nada se pinta mejor que el tequila.
 
Quizás sea esta asociación con el sufrimiento lo que ha revestido al tequila de ciertas dotes propias de la farmacopea, tal como lo menciona Fabrizio Mejía Madrid.
 
Sufrir y curarse son las dos propiedades imaginarias del tequila. En sentido literal, uno de los muchos textos que lo defendieron ante las prohibiciones, el del célebre químico del pueblo de Juan José Arreola, Lázaro Pérez, lo justifica así en 1887: "despierta el apetito de los alimentos, favorece digestiones difíciles, hace que cicatricen rápidamente las heridas poco profundas y evita la inflamación consiguiente a las torceduras". No parece estar describiendo una bebida sino un merthiolate. En 1918, el tequila se convirtió, con el limón y la sal, en una cura para la "influenza española", y supongo que de entonces data la leyenda de que ayuda a prevenir, quitar y olvidar una gripe. Pero ninguno de esos efectos sanadores se abstrae de que hay que engullirlo con cierto dolor en la garganta y la boca del estómago. Para sanar hay que sufrir. Y ahí emerge de nuevo el rasgo taimado, hipocritón y moralista de las formas de beber tequila: no es para embriagarse, es una medicina.
 
Hay bebidas que no se llevan con la música; deben tomarse en silencio, en la intimidad de una conversación a dúo o bien en el murmullo de una reunión de amigos que jamás llegará al vocerío. El caso del tequila es muy otro, requiere de la música y en particular de las rancheras. Gioconda Belli sabe de lo que habla cuando afirma que beber tequila y cantar rancheras es ”el mejor pretexto inventado por una cultura para gritar cualquier angustia que uno ande encima”.
 
Ahora bien, es importante tener en cuenta que su ingesta requiere de una serie de condiciones, tal como las que enuncia Gonzalo Celorio.
 
El tequila es el único licor que se disfruta más de regreso que de ida. No se paladea antes de ingerirlo, no se pasea por los vericuetos de la cavidad bucal, no se calienta debajo de la lengua sino, como puede apreciarse en cualquier película mexicana de la época de oro del cine nacional, se toma de un trago, hasta el fondo, cabrón, que queme, y es después cuando el placer comienza, cuando su espíritu recorre el camino de regreso y provoca una suave interjección, que se cauteriza con un limón como los que brotan en el jardín de mi casa. (...)
De preferencia, el tequila se toma en «caballito» y no en copa coñaquera, para que galope. De preferencia, el tequila se toma a mediodía -o a la hora que los mexicanos llamamos mediodía: las tres de la tarde-, antes de comer, de aperitivo, a menos que la tarde esté tequilera, como dicen, y las nubes se nos quieran meter en los ojos hasta que anochezca. 

Por su parte Juan José Arreola rememora que por sus rumbos de Jalisco, tierra patria del buen agave, era frecuente que se lo tomara junto con algún calmante y ya entrado en gastos, el maestro no pierde ocasión de recordar aquellos pico de gallo...

(...) la expresión “hacer las once”, (...) quería decir simplemente tomarse unas copitas. Por lo regular, copitas de tequila con calmantes de chicharrón. Les decían calmantes a las botanas porque calmaban el apetito. El mejor calmante que conozco, maravilloso, es el pico de gallo, que se hace con naranja, jícama, pepino y chile piquín en polvo. Los picos de gallo de Zapotlán, hay que decirlo de una vez, eran inmortales.
 
No es posible omitir el hecho de que el tequila tiene su propia historia que se caracteriza por algunas peculiaridades dignas de mencionarse. A ellas se refiere Fabrizio Mejía Madrid
 
Acaso la historia política del tequila explique algo de la relación que guarda en buena parte del mundo con la experiencia del sufrir: clandestino durante buena parte del virreinato en Nueva Galicia, hoy Jalisco, adquiere ventajas tributarias sólo a cambio del apoyo que los hacendados agaveros le dan a Juárez en su combate al Imperio de Maximiliano. La Iglesia católica los desaprueba: de hecho, una de las formas para pedir un tequila en Guadalajara era: "Sírvame una excomunión". Luego, con los repartos agrarios de la Revolución, los tequileros sufren hasta el grado de apoyar a la Cristiada, la guerra religiosa, en los Altos de Jalisco y son derrotados.

No cabe duda que el tequila es considerado como bebida patriótica por excelencia y su simple mención se asocia en forma indivisible a lo mexicano, aunque haya quienes, como el mismo Mejía Madrid, se rebelen frente a ello.
 
Una de las verdades que me gusta ocultar a los extranjeros es que sólo tomo tequila delante de ellos. Y lo hago para no tronarles la imagen de Pedro Infante, quien –ellos tampoco lo saben- era abstemio, así como Jorge Negrete nunca se emborrachó y las botellas que Agustín Lara tenía en su cava estaban rellenas de té negro. En materia de alcoholismo con tequila y mezcales lo único cierto es que no fue un mexicano sino un británico, Malcolm Lowry, el que casi se descerebra en Oaxaca. Sin embargo, gracias a tanta simulación, uno debe cargar con la nacionalidad a todas partes. Hace poco, en Bogotá, mis abochornantes comensales colombianos delataron mi origen a los meseros y éstos, obsequiosos, me plantaron en frente un plato de ají y un vaso de tequila Sauza blanco para que yo pasara a demostrar, una vez más, que ser mexicano y trabajar de faquir es lo mismo. Acompañaron la tortura con preguntas especializadas sobre el cómico Chespirito, la cantante Talía y la película Amores perros. Del viaje colombiano salí con una renovada convicción sobe mis lagunas en materia de pop mexica y con una úlcera sangrante. Pero no chillé, me lleva.
(...) mientras el primer litro de cerveza mexicana se produjo a sólo 20 años de la Conquista, el tequila, con sus personajes emblemáticos -Cenobio Sauza y Antonio Gómez Cuervo-, no logró un lugar comercial sino hasta la segunda mitad del siglo XIX. Como signo de identidad no fue sino hasta que los charros cantores lo consumieron para compartir las penas y, más tarde, se exportó como imagen resumida de la experiencia del dolor. Así, la cerveza siempre fue la bebida nacional, mientras que el tequila se convirtió en la bebida patriótica. (...)
Sólo mediante el cine, a la manera de una compensación simbólica a tanto aplastamiento, es como sus principales signos -el charro, el tequila y el mariachi- pasan a encarnar el núcleo duro de la identidad mexicana. Y, a pesar de que se asimila a la velocidad que se promueve, sus rasgos ya sólo existen en las pantallas. Para el momento en que Delia Magaña y Amelia Whilhelmy se abrazan, mugrientas y ahogadas en tequila en Nosotros los pobres, la élite alemanista toma cognac, las películas del cabaret capitalino tienen mesas de manteles largos y cubetas con champaña, y las mujeres y hombres del puerto toman ron y cerveza. Luego el discurso en torno al tequila se convierte en quejumbroso: nos lo están robando los japoneses, los gringos lo producen, ayúdenos. Y la legalización de la denominación de origen no sólo compensa 500 años de injusticia, sino que equipara a la bebida patriótica con el cognac.
 
Más allá de señalamientos como el anterior, el tequila sigue gozando de buena salud en tanto rasgo de identidad nacional aunque no se puede dejar de reconocer que los hay de muy diversas calidades y en este rubro también es frecuente que pase gato por liebre dado que -dicen los que saben- no hay tanto agave como para sustentar la producción de esta cada vez más vigorosa industria nacional. Jorge Fondebrider relata una anécdota a este respecto.
 
(…) una vez, en la destilería del tequila Herradura, muy cerca de la ciudad de Tequila, en el estado de Jalisco, México, una muy simpática y nacionalista empleada de la planta –ahora comprada por capitales estadounidenses–, mientras oficiaba de guía, me dijo que ellos hacían tequila para México, pero fundamentalmente para los Estados Unidos. “Pero el que toman los gringos –confesó– no es tequila. Es otra cosa que usan para mezclar, una cosa de flojos que ningún mexicano bebería.” Y para corroborar sus dichos, procedió a convidarme con una y otra especie. Ambas se llamaban “tequila”, pero una de las dos no era tequila.
 
Que por esto y que por lo otro: ¡Salud!

1 comentario:

Pancho Bustamante dijo...

Que nunca se diga que la tequila te quila las ganas de beber.

Con moderación nada ha de estar prohibido.