martes, 20 de mayo de 2014

Tragedia en la Escuela Preparatoria

No hay duda en cuanto a que las formas que asume la violencia escolar han ido cambiando a lo largo del tiempo. Y es así como llegamos a la actualidad en que las nuevas tecnologías y las redes sociales proporcionan mayor divulgación a rencillas, ataques y agravios entre adolescentes y jóvenes.
 
Sin desconocer la complejidad de los tiempos que vivimos en relación a esta problemática, es importante tener en cuenta que en el pasado también se presentaron episodios de mucha violencia. Uno de ellos es narrado por Joaquín Haro y Cadena ("Cosas vistas y oídas". México, Botas, 1938) y proviene de los tiempos heroicos de la Escuela Preparatoria.


Voy a referir la espantosa tragedia que registran los anales de la Escuela Preparatoria.
Justamente en la época del internado se contaban, entre los pupilos, dos hermanos, procedentes de una familia de Sonora. Eran estos unos jóvenes de dieciocho y veinte años, respectivamente, que siempre se distinguieron por su aplicación y buena conducta. Unidos estrechamente por un amor fraternal, que podrían haber servido de ejemplo a muchos otros, siempre se los veía juntos; estudiaban en los mismos textos, descansaban en el mismo dormitorio, ocupaban sitios contiguos en el comedor y los días de asueto no se separaban uno de otro. De carácter apacible, aunque digno y poco sufrido, jamás provocaban una riña con sus compañeros, y eran, por lo general, muy estimados por sus profesores y por sus condiscípulos; pero había entre éstos un ser pérfido y envidioso, que no podía tolerar las consideraciones que se guardaban a aquéllos, y continuamente buscaba reyertas con uno u otro, que muchas veces terminaban en citas en el callejón del Toro, durante las cuales solía correr la sangre, a causa de los golpes dados y recibidos.
Se trataba de un chiapaneco, más que adolescente, de mirada torva y cara de despide-huéspedes, a quien nadie podía soportar, y por eso se lo veía siempre aislado, con tez amarillenta, a causa de la bilis, que se mezclaba con su sangre. Corto de estatura y con anchas espaldas y pecho prominente, era de suponer que en él se albergaba un espíritu fuerte y decidido, dada su superioridad física; pero, por una de aquellas aberraciones de la naturaleza, en ese corpachón no cabía más que un alma medrosa, incapaz de hacer frente a una situación en que corriera riesgo su existencia. Sólo la envidia encontraba hospedaje en aquel corazón, siempre dispuesto al mal.
 

Y fue así que este personaje mal encarado y de peores sentimientos -siempre de acuerdo con el relato de Haro y Cadena- diseñó un plan macabro.

 
Llegó por fin el momento en que este ser perverso comprendió que mientras uno de aquellos buenos muchachos se cruzara en su camino no encontraría la paz y, al efecto, concibió el más negro pensamiento para deshacerse de ambos.
Para llevar a término su nefando plan, se dirigió a uno de los sonorenses; buscó camorra con él, y haciéndole ver que debían terminar de una vez, lo desafió citándolo para un encuentro, a las once de la noche, cuando todo el claustro estuviese entregado al sueño, en una de las galerías del Colegio de Pasantes, que a esa hora estaría sumida en la más profunda oscuridad.
Se presentarían ambos vestidos de negro y envueltos en las capas usuales de la escuela, con el rostro embozado y armados de sendos puñales. Era condición precisa –y para cumplir con ella prestaron juramento- que no habían de proferir una palabra; que todo se llevaría a cabo en el más absoluto silencio, y, antes que nada, que el hermano no se enteraría del duelo.
De acuerdo los contendientes, cada uno se fue por su lado para hacer los preparativos del caso; pero el chiapaneco, luego que se separó de su contrario, fue en busca del otro hermano, al que provocó en igual forma, y de igual manera concertó con él un encuentro, en los mismos términos y a la misma hora que el anterior.
 

Aquellos hermanos, siendo derechos hasta para lo torcido, cumplieron con la palabra dada y se encaminaron al desenlace de la tragedia.

 
Como a pesar de su corta edad los sonorenses eran ya hombres bien templados, se guardaron recíprocamente el secreto y en silencio se proveyó cada uno de lo necesario para el drama en que aquella noche serían protagonistas.
Transcurrió el resto del día sin incidente alguno. Previendo las consecuencias que podría tener el encuentro, cada uno de los hermanos se dedicó a escribir algunas cartas, que debieron encontrarse más tarde en sus respectivos pupitres.
Después del nocturno refectorio, ocupó cada uno su lecho fingiendo provocar el sueño.
Momentos antes de las once, uno y otro, que se habían acostado vestidos, saltaron de la cama, y envueltos en sus capas salieron al corredor. La noche estaba lóbrega, sumiendo en las tinieblas las galerías. El cielo sereno, y ni un relámpago que pudiera alumbrar la escena en un momento dado. Ni el más ligero ruido alteraba la paz del plantel. Aquel patio de Pasantes parecía haber sofocado todo hálito de vida para presenciar la horrible tragedia de que iba a ser testigo.
Inicia el reloj del edificio la hora que va a sonar con ese ruido ríspido que la precede; suena por fin la primera campanada de las once; por ambas extremidades del corredor parece percibirse una sombra que, con paso cauteloso, se aproxima a la contraria. Las sombras se confunden; chocan los cuerpos; se escucha el sonido metálico de dos láminas que golpean una con otra; una corta lucha; dos gritos ahogados y dos cuerpos que se desploman en el pavimento.
Aquellos hermanos que se amaban entrañablemente, que quizá en las cartas que dejaron se despedían uno del otro con el encargo de un beso para la madre ausente, que no vería más al hijo de sus entrañas, dormían el sueño eterno, con un puñal cada uno clavado en el corazón por la mano del ser más querido.
En tanto, el vil, el artero, el traidor, fingía dormir apaciblemente, sabiéndose libre ya de sus mortales enemigos.


Seguramente episodios como este no serían muy frecuentes pero dejan en evidencia que la violencia en los planteles escolares es cosa de todos los tiempos. Los funcionarios de la época atribuyeron parte del origen de la violencia escolar al exceso de alumnos así como a las malas condiciones físicas de la escuela. Lo anterior queda de manifiesto en el Decreto Presidencial del 22 de diciembre de 1925 que da origen a las Escuelas Secundarias y en donde se precisa que no se deben admitir alumnos de primer curso en la Escuela Nacional Preparatoria durante el año de 1926 porque “(…) debido a la excesiva inscripción y a las condiciones materiales del edificio, (se) han creado en años pasados problemas disciplinarios de seriedad (…)”

 
¿Este decreto haría alusión a situaciones como la que comenta Joaquín Haro y Cadena?

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