De acuerdo con el diccionario
es posible definir como viejo verde al hombre de edad madura (categoría un
tanto ambigua, acotamos) que se relaciona (o anhelaría hacerlo, apuntamos) con
mujeres mucho más jóvenes. También dícese del hombre que conserva inclinaciones
galantes impropias de su edad. Y no falta la línea dura: viejo que persigue a
las jóvenes
¿Cuándo, por qué y quién fue
el que pintó de verde a los viejos de ojo alegre? (por cierto que esta
atribución cromática no deja de tener sus asegunes ya que verde es aquello que aún
está por madurar, lo que en este caso bien podría aplicarse a lo emocional mas
no a lo físico).
En algún momento ser identificado
como viejo verde estuvo muy lejos de ser una ofensa y, por el contrario,
constituyo un orgullo para quienes así fueron catalogados. De acuerdo con http://definicienciapopular.blogspot.mx/2008/07/ser-un-viejo-verde.html
“Ser un viejo verde, allá por el siglo XVI, era muy
satisfactorio pues con ello se quería decir de una persona que conservaba su
vigor y lozanía. Y así se decía en latín vulgar que viridis a vigore, verde es vigor.” Por su parte http://www.elcastellano.org/consultas.php?Op=ver&Id=30813
ofrece un ejemplo de ello. “El poeta Virgilio hablaba de Caronte como de un
anciano verde, es decir, viejo pero lozano.” En http://definicienciapopular.blogspot.mx/2008/07/ser-un-viejo-verde.html
se amplía la información al respecto. “Incluso
a los hombres maduros de pelo canoso se les comparaba con las cebollas,
hortalizas de la familia de las liláceas, que se caracterizan por tener la
cabeza blanca y el rabo verde, de donde proviene otra expresión más peyorativa
aún: viejo rabo verde.”
Sin embargo pronto vendría una radical transformación en la connotación del
término; continúa http://definicienciapopular.blogspot.mx/2008/07/ser-un-viejo-verde.html
Extrañamente, a partir del siglo XVII y particularmente
en castellano, se le fue dando una connotación obscena, lúbrica, al término
viejo verde, que tanto en italiano como en francés conserva su sentido
favorable. Y a falta de una explicación coherente, habrá que suponer que fue un
sentimiento igual de verdoso, la envidia, el que dictó el cambio de giro a la
expresión. Sebastián de Covarrubias ya dijo en 1611: “Es el color de la yerba y
de las plantas cuando están en su vigor… No dejar la lozanía de mozo habiendo
entrado en edad… A los que siendo viejos tienen verdor de mozos, decimos ser
como los puerros, que tienen la cabeza blanca y lo demás verde”.
Si bien tal era el sentido de la locución en el siglo
XVI, a partir del siglo XVII se produce el cambio semántico, con lo que a
partir del siglo XIX ya se aplica a cuentos, chistes y representaciones de tono
obsceno, lascivo y lujurioso (…)
En http://www.elcastellano.org/consultas.php?Op=ver&Id=30813
se sostiene que el caracter peyorativo de la expresión viejo verde tuvo lugar
en el siglo XVIII dado que
hay un cambio semántico y pasa a denotar lujuria,
obscenidad; se utiliza el verde en su acepción «que aún no está maduro»,
situación impropia para quien ya ha sobrepasado con creces la edad media de la
vida y tiene, por consiguiente, conductas más adecuadas a la edad juvenil:
pasión exacerbada, apetencia por mujeres acordes con etapas anteriores de la
vida.
Será el poeta Ramón López Velarde quien salga en defensa de ellos. El
artículo referido lleva por título “Los viejos verdes” (que por aquellos
tiempos lo eran quienes rondaban los 60 años de edad) y fue publicado en El Nacional Bisemanal, Diario Libre de
la Noche, México, 15 de mayo de 1916. Y no vaya a creerse que el autor salía en
defensa de su gremio dado que a la sazón contaba con 27 años de edad (moriría
en forma prematura cinco años después).
Voy
a intentar una defensa de ellos.
Una
defensa de los encanecidos milicianos que, ya fuera de combate, empuñan todavía
sus armas melladas y presumen de galanes en la esquina de El Paje, en la
banqueta del Hotel Iturbide y en los prados de Guardiola. Mi defensa comprende
a los otros, menos elegantes, que maniobran en cualquier barrio o acechan la
salida de misa frente a la parroquia de San Cosme, emperifollados y ladinos.
No
pretendo que cada anciano erótico sea un maestro del buen gusto y de la
discreción; ni que su conducta, tan orillada al ridículo y a la impenitencia
final, redunde en provecho de las buenas costumbres o de la estética; ni que
pueda aplicársele, sin riesgo de errar, lo que aquella dama francesa decía de
un abate amigo suyo: que lo amaba porque, ya entrado en años, se portaba en el
día como un viejo y en la noche como un joven. Me limito a solicitar un poco de
indulgencia para los reumáticos, tísicos y cardíacos que, sin haber leído a
Montaigne, practican su consejo: “Cuando el tiempo, como guardián inexorable,
os arrastre por las postrimerías invernales, volved siempre la cabeza a vuestra
florida edad.”
No
quiero entablar pleito contra quienes sostengan que es necio hacer el amor a
los sesenta diciembres como a los cuarenta mayos; pero me opongo a que el golpe
tiránico de una ama de llaves, sin meditación y sin letras, espante a las mariposas
caducas que revolotean en torno de la última flama y que no buscan más que un
reflejo de calor. ¿Quién está seguro de que, en su declinación, al cortejar con
alas decrépitas la luz y la lumbre, no sería golpeado por el mandil o por el
plumero del ama de llaves? Contra la sacudida de ese plumero, firmemos alianza
con los viejos que anhelan, en vano, retocar su fenecido verdor. Unámonos a
ellos siquiera por razones de egoísmo. También nosotros, a las once de la noche
hemos de decir, como ellos, que todavía está la pelota en el tejado.
Si
al que traspasa los lindes de la ancianidad no se le prohíbe el sol, ni el
agua, ni el vino quemante, ni la pechuga de gallina, que no se le vede tampoco
arrimarse a las colas. Todavía hay sol en las bardas, decía un caballero muy
celebrado. Probablemente, no se justifica mofarse de los que amparan su aterido
cuerpo contra las bardas, en el epílogo.
Cuchichean
que la incapacidad amatoria de la senectud es, ineludiblemente, cómica. Menos
circunscrita idea del amor tenían los reyes bíblicos, los reyes salmistas, los
reyes santos, los que calentaban su lecho con una doncella. Pero estos
episodios no pueden ser interpretados sin malicia por los exégetas de nuestros
días, que arraigan la moda en el sombrero de carrete y la sabiduría en las
películas cinematográficas.
Concluye López Velarde haciendo
suya una antigua súplica. “Hace dos mil años, en una sociedad menos remilgada
que la de hoy, con menos mostaza, y quizá con menos desventura, pedía Horacio a
los dioses, en una de sus odas, que lo librasen de una vejez sin cítara. Y, en
cualquier clima, ¿podrá haber una cítara no habiendo una mujer?”
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