jueves, 30 de abril de 2015

Desayunarse tarde o el aislamiento de los poderosos


Es frecuente que los gobernantes no se enteren de lo que realmente acontece entre los gobernados. Ello se debe a que reciben de sus ayudantes una versión muy edulcorada del verdadero estado de cosas, por lo que no es extraño que el poderoso en turno termine prisionero de esos partes a modo que recibe. Los funcionarios hacen todo lo posible –y en ocasiones lo imposible- para que el descontento de la población no llegue a su jefe.  

 
Abundan los ejemplos a este respecto pero tal vez el más paradigmático tiene a Luis XVI como protagonista; Noel Clarasó lo relata de la siguiente manera


La noche del 13 de julio de 1789, el intendente general de París visitó al rey en Versalles. El rey quiso saber noticias:
-¿Y en París, qué?
-Todo bien, señor.
El rey se acostó tranquilo y, antes de acostarse, escribió en su diario: “Hoy, nada nuevo”. Al día siguiente le despertaron para decirle que el pueblo había tomado la Bastilla.
-No es posible -dijo el rey.
El duque de Liancourt, que le daba la mala noticia, la empeoró:
-Todo París está en armas.


De acuerdo con la versión de Xavier Antich, en un principio el rey no se vio sobresaltado con el curso que habían tomado los acontecimientos y “recibió el parte con un displicente: ‘Ah, c'est une révolte’. Pero el duque le corrigió: ‘Non, Sire, c'est une révolution’.” Aun ante tan contundente réplica, el monarca –según Clarasó- no podía dar crédito a lo que escuchaba “y por el asombro del rey, advirtió el duque que Luis XVI no creía que aquello fuese posible.”
 

Cabe aclarar que cuando Luis XVI hablaba de revuelta y el duque de revolución, no se estaban refiriendo a lo mismo. Xavier Antich profundiza en el punto
 

Con ello, el término revolución adquirió enseguida carta de metáfora política. Si el concepto de revuelta, en el que se amparaba confiado el monarca, hacía referencia a un tumulto que podía ser corregido con los instrumentos propios del poder, el concepto de revolución, por el contrario, ponía de manifiesto el carácter irrevocable de una impugnación de la autoridad frente a la cual la corona nada podría hacer, como no fuera salir por piernas.
 

No hay que hurgar demasiado para encontrar la moraleja de esta historia: no es recomendable -y menos aún si tomamos en cuenta el epílogo de aquellos acontecimientos- que los gobernantes se encuentren alejados del curso que van tomando los acontecimientos.   

 
Porque, como sostiene el dicho popular, la realidad muchas veces no es como la pintan.

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