En
tiempos recientes se ha venido dando un cambio vertiginoso en relación a la
exhibición del cuerpo: de un pasado excesivamente pudoroso y recatado a este
presente tan desinhibido y desprejuiciado, en el que no faltan las voces de
quienes, sin pretender un imposible regreso al ayer, alertan ante los peligros
de la notoria pérdida de intimidad.
Hubo
épocas y espacios en que el cuerpo fue muy mal visto, o mejor dicho no era
visto, tal como se desprende de lo señalado por Jacques Pauvert -citado por
Edmundo Valadés-. “En el siglo XIX, para un inglés, un estadunidense, un australiano, la
palabra ‘cuerpo’ era una palabra obscena. En los salones se envuelven las patas
de los pianos: una pierna es indecente, incluso de madera.” Al inicio, los
cambios a tal estado de cosas fueron muy lentos, casi imperceptibles, de tal
forma que las damas más atrevidas dieron grandes batallas por muy pocos centímetros
y los conservadores sabían que cualquier concesión resultaría muy peligrosa.
¡Y
quién diría que todo comenzó por los tobillos! Lola Gavarrón, reconocida
estudiosa del tema, afirma que uno de los primeros encontronazos tuvo lugar en
una cancha de tenis.
En
1884, con ocasión de inaugurarse el más tarde célebre Torneo de Wimblendon se
acepta, en una de sus canchas, a jugadoras femeninas. Sin embargo, la falda
larga se impone como uniforme oficial y pueden imaginarse el revuelo que se
organizó cuando Mrs. Beamish fue expulsada inapelablemente de la competición
por enseñar sus tobillos bajo unas faldas ligeramente más cortas, sin las
cuales se sentía incapaz de jugar...
Por
supuesto que ante la voluntad de no mostrar, se rebelaron quienes querían ver a
toda costa, lo que dio lugar a que se multiplicaran –según Gavarrón- los mirones.
El
ocultamiento total del cuerpo femenino por los atuendos de la época explica el
que la simple vista del menor tobillo fugaz hiciera estremecerse a los
señores... Bandadas de viajeros esperaban atentamente, en las paradas de los
tranvías, la subida al pescante de una bonita chica a quien poder vislumbrar
los tobillos... Otros aguardaban impacientes bajo la lluvia la salida de las
modistillas de la Rue
de la Paix ,
obligadas a recoger sus faldas... para evitar los charcos. Estadísticas de la Prefectura de Policía
de París muestran que el número de amateurs de mollets, aumentaba hasta
el 58 % con la lluvia...
Estas
restricciones a mostrar los tobillos se mantuvieron -siempre de acuerdo con
Gavarrón- hasta inicios de la Primera Guerra Mundial.
Hasta
1914, la mujer no mostrará públicamente sus tobillos. (…) Nada era más
apasionante para un hombre de hasta el siglo XX que vislumbrar la curva de un
pie, o la forma de un tobillo. Esto favoreció un impresionante fetichismo en
torno al pie, el tobillo y las pantorrillas, que cantó como nadie Restif de la Bretonne y que explica
que, en los burdeles de lujo de la Belle Epoque , en Londres y en París, los clientes
tuvieran derecho a elegir los botines que se pondrían sus partenaires de
juegos, aún no escogidas.
Al
teatro de variedades concurrían los hombres para contemplar lo que jamás
podrían en la vía pública; Julio Camba narra su propia experiencia.
¿Querrá usted creerlo, hermosa lectora? Yo, que (…) no
soy precisamente un viejo, he asistido en Madrid al estreno de una obra donde
se cantaba lo siguiente:
“La
falda corta permite ver
hasta
el tobillo de la mujer…”
¡Qué tiempos aquéllos! El público –lo peor de cada casa,
porque ninguna persona respetable osaba entrar en un teatro donde se cantaban
semejantes cosas- sonreía con incredulidad.
-¡Qué exageración! –pensaban los viejos verdes y los
jóvenes calaveras.
Y, en efecto, aquello era una exageración, porque las
faldas se habían acortado mucho por entonces; pero no tanto que dejasen los
tobillos al descubierto. Sólo las tiples del teatro donde se representaba
aquella obra tan atrevida enseñaban a veces un asomo de tobillo para valorizar
su canción, y cuando ocurría esto, el entusiasmo era indescriptible. Los
espectadores, considerándose vecinos de una nueva Babilonia, rugían
desenfrenados pidiendo “bis”. Y luego, habiendo entrevisto durante una fracción
infinitesimal de segundo el tobillo de la Fulana o el de la Zutana, abandonaban
el teatro en ese estado de ánimo de las gentes que han visto ya todo lo que hay
que ver, y para las que el mundo no reserva sorpresa ninguna.
Y una
vez que comenzó el destape, ya nada lo pararía: de la desnudez del tobillo, a
la pasión por las medias, a la supresión del corsé…; nuevamente es Lola
Gavarrón quien se refiere al tema.
Primero
en América, luego en Inglaterra y Alemania, y finalmente en Francia, hacia
1914, los tobillos femeninos eran claramente apreciados sin necesidad de
acrobacias subterráneas. Y, con el desvelamiento de los tobillos, vino la
pasión por las medias, aquellas medias llamadas de cristal, que costaban una
fortuna. Medias caladas de exóticos motivos, medias de seda o de crêpe,
bordadas a mano con motivos florales, o de pájaros, y embellecidas con encajes
de Bruselas que invadirían los salones de una Europa acongojada por una guerra
cuyas consecuencias sociales serían, entre otras, el definitivo despegue de la
autonomía femenina y su paulatina incorporación a un mundo de trabajo distinto
del que vieran sus abuelas. Autonomía que (...) empezó por su vestimenta, pues
al suprimirse el corsé después de la guerra, desapareció también la hasta
entonces absoluta necesidad de ayuda de otra persona: doncella, marido, o
amante, a la hora de desprenderse de sus emballenadas prendas íntimas.
Seguramente si estuvieran en
posibilidad de hacerlo, no faltarían señoras y señores que nos reprendieran con
vehemencia: “Nosotros se lo dijimos: si empezamos por mostrar los tobillos…
¡quién sabe en donde acabaremos!”
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