martes, 2 de junio de 2015

Todo comenzó por los tobillos


En tiempos recientes se ha venido dando un cambio vertiginoso en relación a la exhibición del cuerpo: de un pasado excesivamente pudoroso y recatado a este presente tan desinhibido y desprejuiciado, en el que no faltan las voces de quienes, sin pretender un imposible regreso al ayer, alertan ante los peligros de la notoria pérdida de intimidad.

Hubo épocas y espacios en que el cuerpo fue muy mal visto, o mejor dicho no era visto, tal como se desprende de lo señalado por Jacques Pauvert -citado por Edmundo Valadés-. “En el siglo XIX, para un inglés, un estadunidense, un australiano, la palabra ‘cuerpo’ era una palabra obscena. En los salones se envuelven las patas de los pianos: una pierna es indecente, incluso de madera.” Al inicio, los cambios a tal estado de cosas fueron muy lentos, casi imperceptibles, de tal forma que las damas más atrevidas dieron grandes batallas por muy pocos centímetros y los conservadores sabían que cualquier concesión resultaría muy peligrosa.  

¡Y quién diría que todo comenzó por los tobillos! Lola Gavarrón, reconocida estudiosa del tema, afirma que uno de los primeros encontronazos tuvo lugar en una cancha de tenis.

En 1884, con ocasión de inaugurarse el más tarde célebre Torneo de Wimblendon se acepta, en una de sus canchas, a jugadoras femeninas. Sin embargo, la falda larga se impone como uniforme oficial y pueden imaginarse el revuelo que se organizó cuando Mrs. Beamish fue expulsada inapelablemente de la competición por enseñar sus tobillos bajo unas faldas ligeramente más cortas, sin las cuales se sentía incapaz de jugar...

Por supuesto que ante la voluntad de no mostrar, se rebelaron quienes querían ver a toda costa, lo que dio lugar a que se multiplicaran –según Gavarrón- los mirones.

El ocultamiento total del cuerpo femenino por los atuendos de la época explica el que la simple vista del menor tobillo fugaz hiciera estremecerse a los señores... Bandadas de viajeros esperaban atentamente, en las paradas de los tranvías, la subida al pescante de una bonita chica a quien poder vislumbrar los tobillos... Otros aguardaban impacientes bajo la lluvia la salida de las modistillas de la Rue de la Paix, obligadas a recoger sus faldas... para evitar los charcos. Estadísticas de la Prefectura de Policía de París muestran que el número de amateurs de mollets, aumentaba hasta el 58 % con la lluvia...

Estas restricciones a mostrar los tobillos se mantuvieron -siempre de acuerdo con Gavarrón- hasta inicios de la Primera Guerra Mundial.

Hasta 1914, la mujer no mostrará públicamente sus tobillos. (…) Nada era más apasionante para un hombre de hasta el siglo XX que vislumbrar la curva de un pie, o la forma de un tobillo. Esto favoreció un impresionante fetichismo en torno al pie, el tobillo y las pantorrillas, que cantó como nadie Restif de la Bretonne y que explica que, en los burdeles de lujo de la Belle Epoque, en Londres y en París, los clientes tuvieran derecho a elegir los botines que se pondrían sus partenaires de juegos, aún no escogidas.

Al teatro de variedades concurrían los hombres para contemplar lo que jamás podrían en la vía pública; Julio Camba narra su propia experiencia.

¿Querrá usted creerlo, hermosa lectora? Yo, que (…) no soy precisamente un viejo, he asistido en Madrid al estreno de una obra donde se cantaba lo siguiente:
              “La falda corta permite ver
              hasta el tobillo de la mujer…”
¡Qué tiempos aquéllos! El público –lo peor de cada casa, porque ninguna persona respetable osaba entrar en un teatro donde se cantaban semejantes cosas- sonreía con incredulidad.
-¡Qué exageración! –pensaban los viejos verdes y los jóvenes calaveras.
Y, en efecto, aquello era una exageración, porque las faldas se habían acortado mucho por entonces; pero no tanto que dejasen los tobillos al descubierto. Sólo las tiples del teatro donde se representaba aquella obra tan atrevida enseñaban a veces un asomo de tobillo para valorizar su canción, y cuando ocurría esto, el entusiasmo era indescriptible. Los espectadores, considerándose vecinos de una nueva Babilonia, rugían desenfrenados pidiendo “bis”. Y luego, habiendo entrevisto durante una fracción infinitesimal de segundo el tobillo de la Fulana o el de la Zutana, abandonaban el teatro en ese estado de ánimo de las gentes que han visto ya todo lo que hay que ver, y para las que el mundo no reserva sorpresa ninguna.

Y una vez que comenzó el destape, ya nada lo pararía: de la desnudez del tobillo, a la pasión por las medias, a la supresión del corsé…; nuevamente es Lola Gavarrón quien se refiere al tema.

Primero en América, luego en Inglaterra y Alemania, y finalmente en Francia, hacia 1914, los tobillos femeninos eran claramente apreciados sin necesidad de acrobacias subterráneas. Y, con el desvelamiento de los tobillos, vino la pasión por las medias, aquellas medias llamadas de cristal, que costaban una fortuna. Medias caladas de exóticos motivos, medias de seda o de crêpe, bordadas a mano con motivos florales, o de pájaros, y embellecidas con encajes de Bruselas que invadirían los salones de una Europa acongojada por una guerra cuyas consecuencias sociales serían, entre otras, el definitivo despegue de la autonomía femenina y su paulatina incorporación a un mundo de trabajo distinto del que vieran sus abuelas. Autonomía que (...) empezó por su vestimenta, pues al suprimirse el corsé después de la guerra, desapareció también la hasta entonces absoluta necesidad de ayuda de otra persona: doncella, marido, o amante, a la hora de desprenderse de sus emballenadas prendas íntimas.

Seguramente si estuvieran en posibilidad de hacerlo, no faltarían señoras y señores que nos reprendieran con vehemencia: “Nosotros se lo dijimos: si empezamos por mostrar los tobillos… ¡quién sabe en donde acabaremos!”

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