Hay vidas a las que se las ha
tragado el misterio y Juan Forn, en una nota publicada el 6 de julio de 2012 en
Página 12, da cuenta de una de ellas.
“Weldon Kees llevaba un poeta adentro. (…) Era hijo de ricos, boy-scout, era
igualito a Howard Hughes, escribía, pintaba, tocaba el piano, filmó películas,
pero el que lo tenía delante veía sólo decoro y opacidad. El poeta adentro se
desgañitaba gritando, pero de afuera sólo se veía a un vendedor de seguros.” Fue
ganando reconocimiento y espacios en
diferentes medios de prensa.
Nunca
le faltó trabajo: publicó en The New
Republic antes incluso de llegar a Nueva York, Clement Greenberg le cedió
su lugar como crítico de arte en The
Nation, se lo llevó Time a
escribir de música y de cine, logró colar cuatro poemas en The New Yorker, cuando vino la guerra hizo unos famosos montajes de
noticieros, después de la guerra se puso a pintar, más bien a hacer collage, y
llegó a colgar junto a Picasso, Mondrian y De Kooning en la galería Koots de Nueva York. Pero luego de siete
años en la ciudad, un día le compró un Plymouth usado a Mark Rothko, lo bautizó
Tiresias, y enfiló hacia la Costa Oeste (…).
Como sucede a tantos, lo que
se veía de fuera no coincidía con los sentires de adentro. “A los veinticuatro
años, cuando se sentía el empapelado de la pared en Nueva York, Kees escribió: ‘No
estoy haciendo lo que quiero. ¿Hay alguien haciéndolo?’ (…)” Y después se
perdió su rastro, ya nadie tuvo noticias de él, ni siquiera hipótesis
medianamente sensatas acerca de su destino.
Lo
conocieron todos, en las dos costas, pero todos se dieron cuenta tarde, cuando
Kees ya se había esfumado en el aire, a los cuarenta y un años, el 19 de julio
de 1955: la policía de San Francisco encontró su Plymouth abandonado, con las
llaves puestas y la puerta abierta, al lado del Golden Gate. En su departamento
encontraron unas medias puestas a secar en el baño y al gato. No estaban ni la
billetera ni el reloj ni la bolsa de dormir de Kees, pero la cuenta bancaria,
con ochocientos dólares de entonces, quedó sin tocar. No había nota suicida. No
había suicida tampoco.
Sólo, tan sólo –señala Forn-
apareció una pista. “Alguien dijo que sus últimas palabras conocidas habían
sido: ‘Está todo mal. Puede que tenga que irme a México’. Y empezó el mito.” Y
sabido es que México es un buen lugar para encontrarse o para perderse.
Más de treinta años después de
su desaparición, comenta Juan Forn, un testimonio de Pete Hammill aumentó la
incertidumbre.
Para
enrevesarlo todo aún más, el veterano Pete Hammill escribió en 1987 una larga
nota contando que a los veintiún años, cuando andaba de juerga en México, se
cruzó una noche en una cantina con un americano cuarentón, barbudo, vestido con
un poncho de Oaxaca, que trató de convencerlo de que Willem de Kooning era el
mejor pintor viviente y que el mejor cine del mundo era la trilogía conformada
por El Ciudadano, Sunset Boulevard y las películas de
Chaplin. Luego de vaciar juntos diez botellas de mezcal, el desconocido se
perdió en la noche sin despedirse. Cuando Hammill volvió a Nueva York y conoció
la leyenda de Weldon Kees y vio las fotos, reconoció en ellas a aquel barbudo
bebedor de mezcal. Se pasó treinta años contando la anécdota en privado hasta
que se decidió a publicarla en el San
Francisco Examiner. En esos treinta años había hablado con tanta gente
sobre Kees que conocía todas las historias y reconocía que la más probable de
todas era que Kees se hubiese suicidado (…) Hammill sostenía, sin embargo, que
si existía algún lugar en el mundo de aquel entonces adonde uno podía ir a
vivir su propia muerte, ese lugar era México.
Hace unos meses caminando por
el Centro Histórico de la ciudad de Zacatecas me crucé en el camino con un
señor ya mayor. Muy alto, blanco, de ojos claros, viviendo en un mundo propio
que había roto vínculos con los otros y en el que imperaba un monólogo en
español con marcado acento del inglés. Estuve tentado de preguntarle si él no
era Kees. Desistí pensando en que apenas uno anda por ahí aproximándose a saber
quién es, como para todavía encima estar intentando saber quiénes son los otros.
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