El 4 de octubre de 1979 en un homenaje celebrado en el
Palacio de Bellas Artes, Elena Poniatoska hizo todo lo que pudo para dar un
somero perfil del personaje y para ello recurrió a sus propias vivencias.
¡Mamá, mamá, Santa Claus! Mamá, párate,
mira, Santa Claus. Detuve el coche. En la esquina, con su cara redonda de
muñeco de trapo y su cabello de ángel, delgado y transparente como el que le
ponen a los arbolitos de Navidad, sonrió Santa Claus vestido de Juan de la
Cabada.
-Juanito, ¿quieres un aventón?
-Sí hombre… (Juanito, a todas las
mujeres nos dice siempre: “Si hombre”).
-¿A dónde ibas?
-A Chilpancingo… Ahora me voy.
-¿A qué?
-Allá doy clases en la universidad.
-¡Ah! Entonces, ¿no tienes tiempo de
tomar un café? Tus clases deben ser a determinada hora…
-No, a ninguna hora… Vamos a tomar un
café.
Ya en el café puso sobre la cuarta silla
una caja de zapatos que traía bajo el brazo y ordenó tres cafés bien negros.
-Juanito, los niños no toman café…
(Mane, que tendrá seis o siete años, se
comía a Juanito: el pelo, la sonrisa, la risa).
¡Ah, ¿no toman café? Entonces, ¿qué
toman?
(Toda la expresión de Juan de la Cabada
parecía decir: “Un niño, ¿qué cosa es eso?”)
(…) Juan le dijo a Mane:
-Te voy a contar un cuento, el de
Faustina, mi primera mujer. Tu mamá ya se lo sabe… Mi primera mujer, la primera
que desnuda conocí llamábase Faustina. Tendrá ella cincuenta años y yo unos
dieciséis.
-Juanito –intervine yo que soy bien
burguesa-, ese cuento no es para niños.
-Cómo no, cómo no, ahorita es cuando le
sirve…
-Mejor cuéntale ese de “María La Voz”
que es un cuento magistral…
-Ese me lo platicó Benita cuando
compartía su petate, bueno, ella fue la que me dio la idea… (Y Juan se lanza;
espantos, cuchilladas, duelos y gorgoritos, han pasado dos horas, y Mane y yo
no sabemos ya ni cómo nos llamamos. Mane sólo pregunta cada vez que Juan cierra
la boca, que es casi nunca: “Y luego ¿qué pasó?” Transcurren otras tres horas,
a mí ya me duelen con las que me siento...)
Elena Poniatowska estaba más preocupada
por las responsabilidades docentes que el propio Juanito.
-¿Ya no te vas a ir?
-¿A dónde?
-Pues a Chilpancingo…
-Ah sí, a Chilpancingo… Sí, sí, al
ratito. Mira tú chiquillo, esa luz que cae en la barda se parece a la que caía
en la casa de piedra del solar de mis padres… Oye niño, no vayas a dejar que te
ensillen las gentes porque después las vas a traer siempre a cuestas,
ensilladas.
Mane que es dócil, bueno como el pan,
asiente: “¿Y tu casa?” Juan de la Cabada le describe todas las casas de
Campeche, la casa de Diego, la casa de Lavalle; les va diciendo una a una, las
construye en el aire, les barre la azotea con las manos, allí están sus manos
en alto, para acá y para allá y su voz, toda enredada de Campeche, porque luego
Juan se acuerda de otra cosa y da marcha atrás, para, un dedo en la frente y
volver a la casa, convertido él mismo en una explosión de luz y de mar, su
blanquísima sonrisa lista para zarpar en el primer barco. Y entre tanto, con
las servilletas hace barquitos de papel. Todas las cosas de Juan dan a la
calle, todas tienen balcones, todas, miradores, torres para ver el mar el mar y
atisbar las embarcaciones que traían de Europa, sedas y tejidos que luego se
iban a Nueva Orleans (llevándose en cambio el “palo de tinte”), ventanas sin
cortinas, porque Juan nunca le ha puesto cortinas, ni siquiera de tarlatana, a
ninguno de los actos de su vida.
Elena Poniatowska intenta imaginar la forma habitual en que
trabaja Juan de la Cabada y allí aparecen singularidades que lo diferencian de
muchos de sus compañeros de gremio.
Sí, sí, Juan de la Cabada es la pura
calle. Me lo imagino escribiendo en los parques públicos o en las mesas de
cantina, nunca jamás puedo visualizar su mesa de trabajo, creo que escribe en
la bolsa de pan, en las orillitas de las grandes hojas de los periódicos, en la
parte trasera de los sobres, porque a diferencia de muchos escritores mexicanos
que conservan una copia de sus engendros en el Banco de México y otro en la
caja fuerte del Banco de Londres, Juan de la Cabada va repartiendo sus escritos
como papelitos de colores en todas las plazas de esta horrorosa, aterradora y
entrañable ciudad. En realidad, los cuentos de Juan “Paseo de Mentiras”,
“Cuentos del Camino” deberían pegarse en los muros de tezontle de las calles
del centro, convertirse en volantes, saltar entre la gente, irse en la bolsa
del mandado de Porfiria, en los bolsillos del pantalón de don Tarín el
boticario y de su comadre Cachicha, porque los cuentos de Juan no son para
leerse sino bailarse, cantarse, tamborilearse en la mesa, como él mismo lo
hace, porque a él a cada rato se le olvida que la literatura (…) es un asunto
grave, y a media conferencia o a media lectura de su obras, se levanta con los
brazos como aspas, los pelos blancos todos por ningún lado porque él mismo se
ha encargado de alborotárselos con la mano y grita de alegría:
Bomba
¡Tú
eres manteca
yo
soy arroz
Qué
buena sopa
Haríamos
los dos!
o:
Desde
que te vi venir
le
dije a mi corazón:
¡Qué
bonita piedrecita
para
darme un tropezón!
Y Juan de la Cabada se echa a reír de
pie frente al respetable público, porque a él todo lo distrae, como de niño
cuando se sentaba en el patio para aprender la E, la A, la I, la U, la O y lo
distraían las plantas que le hablaban: “Psssst, psssst, Juanito”, las hojas de
parra, los pájaros, las azucenas, que solía recoger en el solar a las cinco de
la mañana. (…)
De que Juan de la Cabada es mágico,
todos hemos tenido pruebas. Platica risueño, platica bonito, sencillo y tierno,
dulce y deshilvanado y uno tiene la sensación de estar en otro planeta, en algo
así como la nebulosa de Andrómeda.
Por otra parte, Elena Poniatowska subraya la paradoja de
que estos reconocimientos seguramente lo tienen muy sin cuidado. “No le
importan ni la fama ni la prosperidad, ni fincar casa, ni establecerse en este
mundo. Tampoco creo que le importe un rábano este homenaje; es más, creo que ni
se ha dado cuenta de que éste es un homenaje.”
Y concluye su participación en este acto develando las
dudas acerca del contenido de aquella tan misteriosa caja de este escritor que
viaja ligero de equipaje.
Mañana, Juanito de la Cabada estará en
alguna esquina esperando un camión imaginario para irse a Chilpancingo con su
caja de zapatos bajo el brazo. (…) A pesar de las mil e inútiles conjeturas que
nos hicimos Mane y yo, nunca supimos qué contenía, pero Ermilo Abreu Gómez sí,
y me dijo: “¿Sabes lo que lleva en esa caja? Un calcetín y un cepillo de
dientes.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario