martes, 7 de julio de 2015

Juan de la Cabada

Hay personajes que son muy difíciles de describir, incluso para una consagrada escritora. Tal es lo que le sucedió a Elena Poniatowska con el maravilloso -sin exagerar- Juan de la Cabada.
 
El 4 de octubre de 1979 en un homenaje celebrado en el Palacio de Bellas Artes, Elena Poniatoska hizo todo lo que pudo para dar un somero perfil del personaje y para ello recurrió a sus propias vivencias.

¡Mamá, mamá, Santa Claus! Mamá, párate, mira, Santa Claus. Detuve el coche. En la esquina, con su cara redonda de muñeco de trapo y su cabello de ángel, delgado y transparente como el que le ponen a los arbolitos de Navidad, sonrió Santa Claus vestido de Juan de la Cabada.
-Juanito, ¿quieres un aventón?
-Sí hombre… (Juanito, a todas las mujeres nos dice siempre: “Si hombre”).
-¿A dónde ibas?
-A Chilpancingo… Ahora me voy.
-¿A qué?
-Allá doy clases en la universidad.
-¡Ah! Entonces, ¿no tienes tiempo de tomar un café? Tus clases deben ser a determinada hora…
-No, a ninguna hora… Vamos a tomar un café.
Ya en el café puso sobre la cuarta silla una caja de zapatos que traía bajo el brazo y ordenó tres cafés bien negros.
-Juanito, los niños no toman café…
(Mane, que tendrá seis o siete años, se comía a Juanito: el pelo, la sonrisa, la risa).
¡Ah, ¿no toman café? Entonces, ¿qué toman?
(Toda la expresión de Juan de la Cabada parecía decir: “Un niño, ¿qué cosa es eso?”)
(…) Juan le dijo a Mane:
-Te voy a contar un cuento, el de Faustina, mi primera mujer. Tu mamá ya se lo sabe… Mi primera mujer, la primera que desnuda conocí llamábase Faustina. Tendrá ella cincuenta años y yo unos dieciséis.
-Juanito –intervine yo que soy bien burguesa-, ese cuento no es para niños.
-Cómo no, cómo no, ahorita es cuando le sirve…
-Mejor cuéntale ese de “María La Voz” que es un cuento magistral…
-Ese me lo platicó Benita cuando compartía su petate, bueno, ella fue la que me dio la idea… (Y Juan se lanza; espantos, cuchilladas, duelos y gorgoritos, han pasado dos horas, y Mane y yo no sabemos ya ni cómo nos llamamos. Mane sólo pregunta cada vez que Juan cierra la boca, que es casi nunca: “Y luego ¿qué pasó?” Transcurren otras tres horas, a mí ya me duelen con las que me siento...)

Elena Poniatowska estaba más preocupada por las responsabilidades docentes que el propio Juanito.
 
-¿Ya no te vas a ir?
-¿A dónde?
-Pues a Chilpancingo…
-Ah sí, a Chilpancingo… Sí, sí, al ratito. Mira tú chiquillo, esa luz que cae en la barda se parece a la que caía en la casa de piedra del solar de mis padres… Oye niño, no vayas a dejar que te ensillen las gentes porque después las vas a traer siempre a cuestas, ensilladas.
Mane que es dócil, bueno como el pan, asiente: “¿Y tu casa?” Juan de la Cabada le describe todas las casas de Campeche, la casa de Diego, la casa de Lavalle; les va diciendo una a una, las construye en el aire, les barre la azotea con las manos, allí están sus manos en alto, para acá y para allá y su voz, toda enredada de Campeche, porque luego Juan se acuerda de otra cosa y da marcha atrás, para, un dedo en la frente y volver a la casa, convertido él mismo en una explosión de luz y de mar, su blanquísima sonrisa lista para zarpar en el primer barco. Y entre tanto, con las servilletas hace barquitos de papel. Todas las cosas de Juan dan a la calle, todas tienen balcones, todas, miradores, torres para ver el mar el mar y atisbar las embarcaciones que traían de Europa, sedas y tejidos que luego se iban a Nueva Orleans (llevándose en cambio el “palo de tinte”), ventanas sin cortinas, porque Juan nunca le ha puesto cortinas, ni siquiera de tarlatana, a ninguno de los actos de su vida.
 
Elena Poniatowska intenta imaginar la forma habitual en que trabaja Juan de la Cabada y allí aparecen singularidades que lo diferencian de muchos de sus compañeros de gremio.

Sí, sí, Juan de la Cabada es la pura calle. Me lo imagino escribiendo en los parques públicos o en las mesas de cantina, nunca jamás puedo visualizar su mesa de trabajo, creo que escribe en la bolsa de pan, en las orillitas de las grandes hojas de los periódicos, en la parte trasera de los sobres, porque a diferencia de muchos escritores mexicanos que conservan una copia de sus engendros en el Banco de México y otro en la caja fuerte del Banco de Londres, Juan de la Cabada va repartiendo sus escritos como papelitos de colores en todas las plazas de esta horrorosa, aterradora y entrañable ciudad. En realidad, los cuentos de Juan “Paseo de Mentiras”, “Cuentos del Camino” deberían pegarse en los muros de tezontle de las calles del centro, convertirse en volantes, saltar entre la gente, irse en la bolsa del mandado de Porfiria, en los bolsillos del pantalón de don Tarín el boticario y de su comadre Cachicha, porque los cuentos de Juan no son para leerse sino bailarse, cantarse, tamborilearse en la mesa, como él mismo lo hace, porque a él a cada rato se le olvida que la literatura (…) es un asunto grave, y a media conferencia o a media lectura de su obras, se levanta con los brazos como aspas, los pelos blancos todos por ningún lado porque él mismo se ha encargado de alborotárselos con la mano y grita de alegría:

Bomba

  ¡Tú eres manteca
  yo soy arroz
  Qué buena sopa
  Haríamos los dos!

o:

  Desde que te vi venir
  le dije a mi corazón:
  ¡Qué bonita piedrecita
  para darme un  tropezón!

Y Juan de la Cabada se echa a reír de pie frente al respetable público, porque a él todo lo distrae, como de niño cuando se sentaba en el patio para aprender la E, la A, la I, la U, la O y lo distraían las plantas que le hablaban: “Psssst, psssst, Juanito”, las hojas de parra, los pájaros, las azucenas, que solía recoger en el solar a las cinco de la mañana. (…)
De que Juan de la Cabada es mágico, todos hemos tenido pruebas. Platica risueño, platica bonito, sencillo y tierno, dulce y deshilvanado y uno tiene la sensación de estar en otro planeta, en algo así como la nebulosa de Andrómeda.

Por otra parte, Elena Poniatowska subraya la paradoja de que estos reconocimientos seguramente lo tienen muy sin cuidado. “No le importan ni la fama ni la prosperidad, ni fincar casa, ni establecerse en este mundo. Tampoco creo que le importe un rábano este homenaje; es más, creo que ni se ha dado cuenta de que éste es un homenaje.”
 
Y concluye su participación en este acto develando las dudas acerca del contenido de aquella tan misteriosa caja de este escritor que viaja ligero de equipaje.
 
Mañana, Juanito de la Cabada estará en alguna esquina esperando un camión imaginario para irse a Chilpancingo con su caja de zapatos bajo el brazo. (…) A pesar de las mil e inútiles conjeturas que nos hicimos Mane y yo, nunca supimos qué contenía, pero Ermilo Abreu Gómez sí, y me dijo: “¿Sabes lo que lleva en esa caja? Un calcetín y un cepillo de dientes.”

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