El
entorno actual presenta problemas de difícil solución. El “orden económico” ha
hecho todo lo posible para que exista una injusta y desigual distribución del
ingreso, que alcanza niveles escandalosos, tanto al interior de un país como en
el (des)concierto de las naciones. En el primer caso los efectos tienen que ver
con convulsiones internas que se manifiestan en un amplio espectro que va desde
revoluciones puntuales hasta el clima de inseguridad y violencia estructural
que ya se ha hecho habitual. Mientras que el segundo da origen a grandes movimientos
migratorios: es inevitable que quienes no encuentran condiciones dignas de vida
en sus lugares de origen procuren llegar a zonas de bienestar que, por su
parte, multiplican los obstáculos para frenar su arribo.
Muchas
son las personas, de todas edades, que mueren ahogadas en su intento por llegar
a Europa o por la inseguridad (narcotráfico, corrupción de autoridades, maras,
traficantes de personas, etc.) imperante durante su tránsito inevitable por
México para llegar a los Estados Unidos. Hay quienes resultan mutilados por
accidentes sufridos en el trayecto del tren conocido como La Bestia. Es
necesario reconocer que en todos lados existen grupos solidarios con los migrantes
y en el caso de México “Las Patronas” son ejemplo de ello.
En el
mejor de los casos, al llegar a destino comienza la otra historia: evitar la
expulsión ya que, como se ha reiterado en múltiples ocasiones, el sistema
valida el libre tránsito de mercancías y capitales pero no de personas.
Ryszard
Kapuscinski, alguien que mucho sabía de este tema debido a su trabajo
periodístico por muy diversos rumbos, decía que básicamente existen tres
opciones al momento del encuentro con “los otros”: violencia manifiesta (cuando
se busca eliminarlos), aislamiento (no se quiere tener nada que ver con ellos)
o la convivencia (el diálogo, la integración). En cuanto a lo migratorio
predomina el aislamiento que se expresa en la construcción de muros, procedimientos
de las autoridades migratorias que violan los derechos humanos, requisitos
burocráticos de difícil cumplimiento, etc.
En estos
días la cuestión migratoria se hace presente frecuentemente a través de
situaciones terribles, inhumanitarias, que se convierten en habituales. Hace ya
un tiempo Manuel Rivas se refería a este tema.
La mejor forma de localizar a los “sin
papeles”, se dirá, es pedirles los papeles a los que tienen pinta de no
tenerlos. Es una lógica implacable, pero también es una mierda de lógica.
Significa aceptar lo inaceptable: el estigma. Tú que tienes esa piel, ese
acento, esos ojos, ese andar, sólo por eso, tú eres más sospechoso que ese
otro. Tus rasgos, ése es tu problema. ¡Cómo no entender el sueño de aquel
muchacho ecuatoriano que una noche nos confió: “Me gustaría ser invisible”!
(...)
En las fronteras, en los controles, en
las vallas electrificadas, en los litorales donde arriban los seres invisibles
está muy clara la cuestión de la identidad europea. Se trata de tener o no un
pasaporte, una visa, un permiso. Un
puto papel. Es eso, un simple documento, lo que puede hacer que una persona
sea, en la misma playa, un turista bronceándose o un cadáver arrojado por el
mar.
Es la gran cuestión de nuestro tiempo,
que Europa lleva con gran esquizofrenia. Se quiere “mano de obra”, pero llegan
personas. Este asunto, lo que en los informes asépticos llaman los “flujos
migratorios”, sabemos que es delicado e inflamable.
De acuerdo con este mismo autor la
esperanza reside en los niños que cuentan con muchos más recursos que los
adultos a la hora de integrar al “otro”.
En un extraordinario librito de
conversaciones con su hija, Le racisme expliqué
á ma fille, dice Tahar Ben Jelloun que no hay mejor discurso contra la
xenofobia que las palabras de un niño a otro en la escuela. Unos minutos de
juego en el patio pueden echar abajo todo el muro de prejuicios levantando
durante siglos por los adultos.
La discriminación ha estado presente a
lo largo de la historia adquiriendo diversas facetas tanto en el tiempo como en
el espacio de que se trate. Román Gubern narra una situación esclarecedora, en
tanto crítico de cine en tiempos del franquismo, de la imposibilidad que tiene
quien asume una actitud discriminatoria para comprender a quien actúa en forma
solidaria.
Yo era corresponsal en Barcelona de la
revista madrileña Nuestro Cine, que era de hecho un portavoz oficioso de
la política cultural comunista, aunque ni su director (Ángel Ezcurra) ni su
subdirector (José Monleón) fuesen militantes, sino compañeros de viaje. (...)
Colaborando en Nuestro Cine sufrí los flagelos de la censura, habituales
en la época: a raíz de un comentario a Shadows, de Casavettes, en que
criticaba las prácticas racistas en la sociedad norteamericana, el censor de
turno preguntó irritado a Monleón: “¿Este Gubern es negro?”
Ojalá que en estos tiempos se escuchen
múltiples nombres y apellidos que antecedan a la pregunta “… ¿es migrante?” Así como que sean muchos quienes descubran que
no es necesario ser migrante para luchar por la defensa de sus derechos.
¡Así sea!
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