Tengo claro que hay otros temas que requieren mayor atención, que existen
problemas mucho más graves. Sin embargo, no puedo desconocer que en lo personal
traigo un pleito de consideración con contraseñas, nombre de usuario, números
secretos y códigos. Mi problema consiste en que no las puedo recordar cuando las
necesito. Lo he intentado todo, pero no hay caso. Si las anoto y escondo,
después no recuerdo dónde las escondí. Si hago asociaciones nemotécnicas,
posteriormente no tengo ni idea de cuál fue el criterio que seguí para ello. Y
la lista sigue.
Lo
único que consuela y alivia mis padecimientos, es saber que no soy el único:
somos varios los que jugamos en este equipo. Entre otros tantos posibles, he
seleccionado dos testimonios de colegas de infortunio. Comencemos por el de
Eduardo Villar
VadHk6g!9
cumple los requisitos de lo que los expertos consideran una contraseña segura,
un asunto que hace unos años –digamos veinte- no le interesaba a nadie pero que
poco a poco fue convirtiéndose en algo central en la vida cotidiana. Al menos,
en la mía. VadHk6g!9 no se puede pronunciar, combina mayúsculas con minúsculas,
letras con números y hasta tiene un !. El sueño de cualquier experto en
seguridad informática. Tiene un solo problema: por las mismas razones que es
segura, no hay manera sensata de recordarla.
Esa
contradicción produce cada día malestar a cientos de millones. Es un alivio, al
menos, encontrar que uno no está solo con sus problemas en el mundo. ¿Cómo
elegir una contraseña que satisfaga las exigencias cada vez más extravagantes
de la seguridad informática? La cuestión se complica ad náuseam si se considera que los sitios piden con frecuencia
sorprendente que uno cambie la contraseña que tanto esfuerzo le costó primero
inventar y después recordar. La ilusión de tener una sola contraseña –o un
número sensato, digamos tres- no es más que eso, una ilusión: un sitio exige un
número de cuatro dígitos; otro, de ocho; otro seis letras; otro, ni dígitos ni
letras sino una combinación de ambos; otro exige que algunas de las letras sean
mayúsculas. Y todos aconsejan, seguramente con razón, no anotar la contraseña
ni usar para formarla datos fácilmente deducibles. El nombre de usuario también
complica la cosa: el que uno propone suele ser rechazado porque ya está en uso
por alguien más, de modo que también hay que inventarlo y recordarlo. (…)
Finalmente
recurro a Juan José Millás que da cuenta de sus vicisitudes de cara al cajero
automático.
Fui al cajero
automático, introduje rutinariamente la tarjeta y me quedé en blanco. No
lograba recordar mi número secreto. Tras unos segundos de incertidumbre, anulé
la operación y decidí dar una vuelta a la manzana. Pensé que el número se había
ido de mi cabeza provisionalmente y que regresaría en seguida. Pero no regresó.
Hice memoria y recordé varios números sin dificultad: el de mi teléfono fijo,
el del móvil, el del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y el del descubrimiento de
América. No me servía de nada saber en qué fecha se había descubierto América
si ignoraba el número de mi tarjeta de crédito. Hay que añadir que me
encontraba en una ciudad extraña, donde carecía de familiares o amigos a los
que pedir socorro, y que no tenía dinero ni para el autobús.
No podía creer
lo que me estaba sucediendo. Entre otros números absurdos, recordé el del
teléfono de una novia de la adolescencia. Tenía en mi cabeza, en fin, todas las
cifras que no necesitaba, pero no me venía la única que me hacía falta en esos
momentos. Y aún no me ha venido. He tenido que llamar al banco para solucionar
el problema.
Sí, ya sé aquello de que mal de muchos, consuelo de tontos… Pero que ayuda,
ayuda.
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