Es posible escuchar con mucha
insistencia el reclamo de que vivimos en un ambiente cultural en franco
declive. Muestra de ello sería la aceptación masiva de formas de entretenimiento
empobrecedoras, que no aportan mayor cosa –cuando no lo obstaculizan- al
desarrollo personal y social. Al mismo tiempo que propuestas más elaboradas y valiosas,
no cuentan con el beneplácito del público. Este tipo de análisis se sustenta en
la idea que la vida cultural del pasado era mucho más rica.
Pero sucede que al revisar la
obra de algunos cronistas del pasado, dicho aserto es puesto en duda. Tal es el
caso de Nemo (Gustave Gosdawa, Barón
de Gostkowski) quien en sus Humoradas
dominicales publicadas en “El Monitor Republicano” el 3 de octubre de 1869,
da cuenta del escaso público que acudió a un espectáculo de calidad.
El que ha
visto el Teatro Nacional en la noche del jueves pasado, no ha podido menos de
sentir el corazón oprimido.
¡Pobre
artista! ¡Qué desilusión para ella el ver que los músicos de la orquesta formaban
la mayoría de la concurrencia! ¿Es creíble que en una capital de doscientas mil
almas no se encuentren mil espectadores para asistir a una función de ópera?
Sabemos bien que la ejecución de Norma
no podía ser perfecta, pero ¡qué importa! Se trataba de una buena obra y eso
sólo sería bastante para conmover a un público que en otra ocasión había sabido
merecer el dictado de generoso.
En su artículo, Nemo parece añorar –al igual que sucede
actualmente- el paraíso perdido de la cultura y no parará en su crítico análisis
acerca de un público “cataléptico” que ya sólo responde a espectáculos menores
como el circo o el drama.
Nada ha
podido conmover a ese cataléptico que se llama el pueblo mexicano. En vano los
veteranos de la escena mexicana le han invocado apelando a su generosidad; en vano Delgado que es un
verdadero artista le ha ofrecido los diamantes de su repertorio: nada, ha
permanecido insensible y sólo el circo puede provocar en él algunas conmociones
galvánicas.
Hoy día
nos es necesario el drama en acción; nuestra generación gastada y escéptica ríe
de lo que hizo llorar a nuestros padres. Amor
de madre, La Huérfana de Bruselas,
etcétera, todo eso conmueve, si acaso, a nuestros hijos. Lo que necesitamos es
el Salto del Niágara, el trapecio de
Buslay o los equilibrios propios para romperse el pescuezo de los hermanos
Bell.
Tal estado de cosas no le
permite ser optimista acerca del porvenir por lo que sus conclusiones son
desesperanzadoras.
Decididamente,
el tiempo no está para fiestas. No se puede ver con sangre fría el marasmo y el
abatimiento que nos ahoga. (…)
Nos
abandonamos a la corriente; ¿qué nos importa saber a dónde conducirá nuestra
barquilla? ¿Iremos al abismo? ¿Llegaremos a la orilla? Eso nos interesa tanto
como la historia de Barba Azul.
No
conozco tristeza más amarga que esta postración de la inteligencia y esta
estagnación de la opinión pública; no conozco cosa más terrible, que ese nada monótono, ese perpetuo nada, ese mañana cayendo siempre sobre la víspera, y cayendo siempre igual,
como la nieve que cae sobre la nieve, amontonando en silencio una segunda
mortaja sobre un primer sudario.
Desde aquel lejano octubre de 1869
Nemo percibía la “postración de la
inteligencia” que fatalmente conduce a “ese perpetuo nada, ese mañana cayendo
siempre sobre la víspera”.
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