Al viajar por diversos rumbos del país o
consultar alguna revista tipo guía del ocio, se advierte la cantidad de fiestas
que en todo momento se celebran en México. Una de las diferencias clásicas que
se marca entre fiesta y espectáculo es que a este último se asiste, mientras
que en la primera se participa. Es por ello que las fiestas populares, cuando
en realidad lo son, tienen un marcado carácter democrático incompatible con
exclusiones de ningún tipo. En una verdadera fiesta todos deben asistir y es
por ello que la invitación a las bodas
de oro de doña Alfa y don Andrés Henestrosa -citada por Margarito Guerra
Flores- exhortaba: “No faltes. Sin ti no habrá fiesta”.
Hablando de invitaciones, Fernando Díez
de Urdanivia evoca la que Pancho Liguori repartió en ocasión de su casamiento
con Gloria Gamiochipi, en casa de Griselda Álvarez.
A las
nueve menos cinco
del día de
San Filogonio,
en el
ciento ochenta y cinco
de Cerro
de San Antonio,
Gloria y
Pancho, en audaz brinco,
cometerán
matrimonio.
Se beberá
con ahínco
y al dar
en punto las cinco
todos se
irán al demonio.
Griselda
será anfitriona;
Chema
Lozano es el juez;
se invita
a toda persona
que lleve
whisky escocés.
La frontera entre los invitados y
quienes no lo son tiene sus bemoles, ya que según Juan Villoro “en cualquier
acto mexicano que se respete, los colados
siempre son más que los invitados”. Y no se crea que es una característica
contemporánea porque a ello ya aludía –citado por Joaquín Antonio Peñalosa-
fray Francisco de Ajofrín en 1763: “En los días de festejos y cumpleaños, hay
bailes que llaman fandangos en sus casas a puerta abierta para todos los que
quieran concurrir, aunque no los conviden”. Desde aquel entonces las fiestas, como
lo establece el dicho popular, duraban hasta que se acababan y la bebida era
abundante. De ahí el asombro de fray Francisco de Ajofrín: “Dura esta diversión
hasta el amanecer. Beben mucho vino, aguardiente o pulque”.
Claro que nunca faltan quienes después
de haber comido y bebido en abundancia, expresan su ingratitud hacia las
atenciones brindadas por los anfitriones; José Joaquín Fernández de Lisardi
proporciona un testimonio de ello
El olor del guajolote y del pulque de
piña acarreó ese día a mi casa una porción de amigos míos, parientes y
conocidos de mi madre, que fueron a cumplimentarme. Dios se los pague.
Se lamieron el almuerzo, consumieron la
comida, y a su tiempo alegraron el baile grandemente, porque cantaron,
bailaron, retozaron, se embriagaron, ensuciaron toda la casa, y, al fin,
salieron unos murmurando el almuerzo, otros la comida, otros el baile, y todos,
alguna cosa de lo mismo que habían disfrutado.
¡Qué necedad es tener una diversión
pública! Se gasta el dinero, se sufren mil incomodidades, se pierden algunas
cosas, y siempre se queda mal con los mismos a quienes se pretende obsequiar; y
se recibe en murmuración y habladurías, lo que se pretende recibir en
agradecimiento.
Por otra parte, Salvador de Aguinaga
señala que diversos autores buscaron la esencia nacional en la filosofía o en
el psicoanálisis pero que finalmente sería un poeta, nada menos que Octavio
Paz, quien lograría salir airoso de tamaña tarea.
Pensadores como Samuel Ramos, como José
Vasconcelos o Antonio Caso enseñan a una generación entera a pensar sobre la
esencia nacional, invitando a construir una teoría de México, al tiempo que
psicoanalistas, como Santiago Ramírez, colocan audazmente a la psique de México
sobre el diván psiquiátrico para descubrirle traumas de origen, complejos y
obsesiones. Pero no sería ni un filósofo ni un psicoanalista quien lograra la
primera y fulgurante síntesis de lo mexicano, sino un poeta.
(...) Octavio Paz, el poeta de pasiones
amorosas y políticas, propone en una serie de ensayos luminosos ya no una
filosofía tan sólo o un psicoanálisis técnico de lo mexicano, sino una
verdadera visión de lo que somos y hemos sido, una visión que todo lo contempla
con claridad bajo la luz solar de la poesía.
(...) Paz [recuerda] que: "somos un
pueblo ritual [...] cuyo calendario está poblado por fiestas". La fiesta
para Paz es una de las claves de la vida nacional, el evento mágico que rompe
la lisura y el tedio de los días comunes y corrientes para crear un tiempo
extraordinario, fuera de la serie humana, un día en que el mexicano se une con
los dioses, los santos o los héroes en la ebriedad santa de la celebración.
Dice Paz: "Ciertos días lo mismo en
los lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero reza,
grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del
general Zaragoza". Cada año, el 15 de septiembre a las once de la noche,
en todas las plazas de México celebramos la fiesta del Grito; y una multitud
enardecida grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del
año. Y durante los días que preceden al 12 de diciembre el tiempo suspende su
carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana siempre
inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto de danza y
juerga, de comunión y comilona con lo más antiguo y secreto de México.
En la fiesta mexicana se combinan, como
en la danza, el movimiento y el color, la exaltación del gusto y la canción.
Esta última es, por sí misma, otra de las claves e ingredientes básicos de la
vida mexicana. [Eulalio] Ferrer cita a Mauricio Magdaleno quien alguna vez
escribió: "En lo hondo de la tiniebla mexicana hay siempre una
canción" y recuerda también Ferrer que cada año se registran miles de
canciones en la república. Podrán escasear insumos y alimentos pero la cosecha
musical nunca termina.
Lamentablemente no son pocas las fiestas
que concluyen con violencia, lo que ha dado lugar al dicho de que “fiesta sin
muertitos, no es fiesta”. Un ejemplo de ello lo da la siguiente nota de prensa.
Cuando
Mariano de la Cruz Mejía apareció muerto sobre la calle principal del pueblo
conocida como “La Playita”, a principios de 1980, los dedos apuntaron hacia su
compadre. Era sabido que “Marianito”, como se le conocía, no estaba de acuerdo
con el precio que los acaparadores imponían al frijol. El sueldo de un peón
durante un mes de trabajo equivalía al precio de una tonelada del grano, decía.
Su compadre
Sabino Morán recibió la encomienda del cacique Gabriel Iglesias Meza de
“aplacarlo”. Ya eran varios grupos de indígenas los que había organizado y
comenzaban a hacer ruido. Una mañana cuando iba rumbo al centro del pueblo, un
individuo salió de entre la maleza y le disparó, como aquí se acostumbra, por
la espalda.
Se dice que
la mayoría de los hombres que están en el panteón han sido asesinados a
balazos. Entre los vivos abundan los huérfanos que tienen que soportar el
aguijoneo cotidiano de toparse en la calle, en la plaza o en la iglesia con los
verdugos del padre. Se vive sin poder olvidar el pasado. Se encuentran pero las
miradas no se cruzan.
Cada verano
durante la fiesta de Santiago, patrono del pueblo, se presenta la ocasión en
medio del festejo para ajustar cuentas. En Jamiltepec se dice que fiesta que no
tuvo muertos fue una “fiesta aburrida”.
A este respecto Renato Leduc menciona
que un sinaloense, al que identifica como el capitán Saúl, le contó lo
siguiente: “Cuando yo era muchacho, en los pueblos de mi estado los alcaldes
daban permisos para veinticuatro horas de tambora, con derecho hasta a tres
muertos, por cincuenta pesos. Pues el chiste de la tambora está en animar a uno
para darle gusto al dedo”. En este contexto aplicaría sin restricciones el célebre
exhorto de don Quijote: “tengamos la fiesta en paz”.
Por su parte Germán Dehesa alude a otro
tipo de fiestas. “Inspirado en José Iturriaga diré: para los mexicanos, trabajo
que no termine en pachanga y pachanga que no termine en la cama, son dos actos
fallidos.”
En esto de las
fiestas, como en tantas otras cosas, los oaxaqueños se cuecen a parte y una vez
entrados en el relajo, de ellos no se salvan ni las imágenes religiosas, lo que
no les parece un gesto impío sino el deseo de contagiar su alegría a figuras
tan venerables. Esto queda claro en lo afirmado por Andrés Henestrosa, citado
por Margarito Guerra Torres.
Siempre ha dicho don Andrés que los
juchitecos se identifican plenamente con su
santo patrón San Vicente Ferrer, de quien se tiene conocimiento fue un
santo un tanto rebelde. En ocasión de las fiestas de la Virgen de la Candelaria , en
Ixhuatán, y estando en boga los altavoces, mediante los cuales se enviaba
mensajes y salutaciones, cuenta don Andrés que algún pícaro juchiteco dijo este
mensaje: “San Vicente Ferrer, patrón de Juchitán, dedica a la Virgen de la Candelaria , patrona de
Ixhuatán, la siguiente melodía: La última noche que pasé contigo.”
De acuerdo con
Eulalio Ferrer fueron los dominicos quienes trajeron a San Vicente Ferrer a
Oaxaca y lo declararon patrón de Juchitán. Agrega que aun cuando es “(…) oriundo
de Valencia, España, los juchitecos lo consideran como un santo propio nacido
en Juchitán”.
Andrés Henestrosa se
refiere a la cultura zapoteca y a la Guelaguetza , fiesta en la que se encuentran las culturas
procedentes de las diversas regiones que conforman el estado de Oaxaca.
Algo hay de permanente en el alma
colectiva [zapoteca] que impide a los hombres a presentarse con las manos
vacías a una festividad. Hasta cuando el anfitrión es persona rica los
invitados aportan a la fiesta una cooperación por humilde que sea, que llaman
significativamente, un “cariño”, con lo cual quieren decir que es una muestra
del afecto, de la amistad, del parentesco, del cariño, en una palabra, que une
a todos los hombres de la colectividad. (...)
Bella costumbre [se refiere a la Guelaguetza ], sin duda
ésta de los pueblos oaxaqueños, particularmente de los zapotecas, a cuyo idioma
pertenece la palabra que la designa.
Existen comunidades
en que a la entrada de la fiesta se ubican los encargados de llevar una suerte
de registro de los regalos aportados por cada quien para poder retribuir en
forma similar cuando se presente la ocasión. Algo así sucede en Juchitán y este
sistema permite tener fiesta casi todos los días.
Pero el tema de las fiestas no está
exento de polémicas ya que hay quienes cuestionan la vigencia de ciertas
tradiciones porque implican un gasto muy grande para los mayordomos, responsables
de organizarlas. Sam Quinones alude al caso de un indígena mixteco que debió
emigrar de su pueblo para poder pagar las deudas contraídas a causa de ello.
(...) que estaba entre quince personas que tenían que pagar la fiesta
tradicional del pueblo en honor de su santa patrona, la virgen de la Asunción. Esa era la
costumbre: cada año unas pocas personas tenían que empobrecerse profundamente
para hacer la fiesta de tres días en la que participaban todos los demás. Su
trabajo era aterrador: tenía que dar dos mil pesos, el equivalente a dos años y
medio de salario local en ese tiempo, para comprar comida y bebida para todos,
fuegos artificiales, velas y otras cosas. La responsabilidad casi lo llevó a la
quiebra. Pidió dinero prestado con un interés muy alto y después dejó su pueblo
y a su joven familia durante un año para recoger jitomates en Sinaloa y poder
pagar la deuda.
Esta
controversia ha llegado a la violencia por razones de índole religiosas dado
que en algunas comunidades se ha pretendido expulsar a aquellas familias que
teniendo otras creencias, no participan en fiestas en honor de la Virgen o el patrono de la
localidad y se niegan a hacer los aportes requeridos. No es tarea sencilla aceptar la pluralidad
religiosa y construir los niveles requeridos para la tolerancia o, mejor aún, la
convivencia solidaria.
Para concluir, citemos a Octavio Paz que
en El laberinto de la soledad analiza
la función de consuelo y compensación que cumplen las fiestas.
Un pobre mexicano, ¿cómo podría vivir
sin esas dos o tres fiestas anuales que lo compensan de su estrechez y de su
miseria? Las fiestas son nuestro único lujo (...) Durante esos días, el
silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola
en el aire. Descarga su alma (...) Si en la vida diaria nos ocultamos a
nosotros mismos, en el remolino de la Fiesta nos disparamos. Más que abrirnos,
nos desgarramos. Todo termina en alarido y desgarradura: el canto, el amor, la
amistad.
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