Clarice Lispector cada día adquiere mayor presencia: se
reeditan sus libros al tiempo que muchos son quienes -apenas descubrirla- devienen
en convencidos difusores de esta autora. Y de esta manera su deseo se hizo
realidad.
Tengo una gran amiga que me manda de vez
en cuando rosas silvestres. Y su perfume, mi Dios, me da ánimo para respirar y
vivir.
Las rosas silvestres tienen un misterio
de los más extraños y delicados: a medida que envejecen perfuman más. Cuando
están por morir, ya ajándose, el perfume se vuelve fuerte y dulzón, y recuerda
las perfumadas noches de luna de Recife. Cuando finalmente mueren, cuando están
muertas, muertas –ahí entonces, como una flor renacida en la cuna de la tierra,
es cuando el perfume que exhala de ellas me embriaga. Están muertas, feas, en
lugar de blancas se ven amarronadas. Pero ¿cómo tirarlas si, muertas, tienen el
alma viva? Resolví la situación de las rosas silvestres muertas,
despetalándolas y esparciendo los pétalos perfumados en mi cajón de ropa.
La última vez que mi amiga me mandó
rosas silvestres, cuando se estaban muriendo y volviéndose más perfumadas
todavía, les dije a mis hijos:
-Es así como me gustaría morir:
perfumando de amor. Muerta y exhalando el alma viva.
Sin lugar a dudas la obra de Clarice Lispector, al igual
que sus rosas silvestres, sigue viva después de su muerte.
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