Es
posible caer en el equívoco de considerar que tanto la esperanza como la
confianza siempre son recomendables, cuando en realidad existen circunstancias
en que están contraindicadas.
Muy claro a este respecto es lo que señala Elie Wiesel: “La
esperanza es uno de los más grandes misterios de la humanidad; sin ella (…) no
podríamos sobrevivir. Sin embargo, estoy muy consciente de que la esperanza,
cuando carece de sustento, puede ser una trampa peligrosa.” Ejemplifica su
argumento con situaciones que tuvo la desgracia de conocer directamente: “Si mi
generación hubiera sido más escéptica, otra hubiera sido la historia. La mayoría
‘esperanzada’ creyó que el pueblo de Goethe y Schiller no podía hundirse en la
barbarie (…)”. Por el contrario, quienes perdieron la esperanza a tiempo pudieron
eludir -en parte- aquella tragedia porque “(…) sólo los descreídos tomaron la
decisión de huir y se salvaron”.
En relación al mismo
período histórico, Ángeles Caso alude a los estragos ocasionados por la
confianza. Muestra de ello es que “(…) algunos
supervivientes de los campos de exterminio reconocen que no trataron de huir
antes de ser deportados porque no creyeron que los rumores que corrían sobre
las atrocidades a las que estaban siendo sometidos sus correligionarios de otras
zonas fueran ciertos”. Y concluye con una sentencia lapidaria: “La confianza
del ser humano en el ser humano es, a veces, digna de piedad.”
Lo anterior provoca la tan difícil como imperiosa tarea de
desenmascarar a esas “esperanzas carentes de sustento”, a esa “confianza digna
de piedad”, que en forma ingenua y peligrosa se presentan en la actualidad.
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