Difícil resistir a las mieles y la
cultura del servilismo que habitualmente rodean al poder. Pocos son quienes lo
logran y muchos los que claudican en formas más o menos grotescas. Uno de estos
casos fue el de Santa Anna de quien una nota publicada en la revista Relatos e Historia en México da su
perfil.
Antonio de Padua María Severino López de
Santa Anna de Lebrón es el personaje que mejor explica el siglo XIX en México.
Nacido el 21 de febrero de 1794 en la entonces Nueva España, desprovisto de las
luces que preceden siempre a los grandes personajes de la historia, era, sin
embargo, alguien que nunca pasaba inadvertido. A lo largo de su vida, Santa
Anna ocupó once veces la presidencia de la República y osciló siempre entre la traición y la
lealtad, entre la victoria y la derrota, entre la gloria y la sombra. Después
de su frustrada resistencia militar en Texas en 1836, cedió a las pretensiones
de anexión que los Estados Unidos tenían sobre ese territorio, y sólo dos años
después perdió su pierna defendiendo heroicamente a la nación en la Guerra de los Pasteles.
Mitómano, engreído e ignorante, le gustaba peinarse como suponía que lo hacía
Napoleón, aunque la única imagen que conoció del emperador francés fue el
cuadro que pintó Louis David, titulado Napoleón
atravesando los Alpes, donde Bonaparte tiene el cabello girado hacia el
rostro porque el viento lo despeinó. “Su Alteza Serenísima” –título que Santa
Anna adoptó hacia la mitad del siglo- impuso esa moda entre los cortesanos
mexicanos.
Una muestra de su gusto por el elogio
inmoderado la presenta Alberto Barranco cuando alude a la colocación de la
primera piedra de la plaza del Volador.
La primera piedra la colocaría el 31 de
diciembre de 1841 el presidente Antonio López de Santa Anna, en cuyo honor se
pronunciarían enmielados discursos. “El genio de vuestra excelencia —diría el
contratista Oropeza— concibe el bien y su voluntad fuerte y decidida lo
realiza. Que por los nobles y constantes esfuerzos de vuestra excelencia
nuestra cara patria se vea próspera y feliz, para que nuestros hijos, al pasar
delante de los monumentos que el reconocimiento erija en su honor, se detengan
y digan: ‘Condujo a la victoria a nuestros padres y puso los cimientos del
engrandecimiento de nuestra patria’.”
Para no quedarse atrás, el síndico del
Ayuntamiento Manuel García Aguirre, dijo a su vez: “México se regocija al
contemplar que su regenerador, que el protector de sus libertades, que el
general Santa Anna será comparado por las generaciones venideras con el
Washington norteamericano...”
El caso es que para dejar constancia del
solemnísimo acto, se mandaron acuñar dos medallas de plata, a cuyo anverso se
grabó en latín la leyenda “Puso los fundamentos de libertad y del ordenamiento
de la Patria
el ilustre general presidente de la República , Antonio López de Santa Anna.”
Durante su paso en varias ocasiones por
la presidencia, procuró rodearse de un ceremonial que estuviera de acuerdo a la
calidad de su investidura; Raoul Fournier profundiza en el punto.
En su último paso por la presidencia,
Santa Anna se hizo llamar Su Alteza Serenísima –seguía picado con Iturbide- y
con el dinero de la Mesilla
encargó a su ministro en Francia que contratara tres regimientos de suizos para
formar una guardia semejante a la del Papa. Envió al embajador quinientos mil
pesos, encareciéndole prontitud. Como el diplomático tardara –“quien hace los
mandados se come los bocados- improvisó un regimiento. Escogió a los más
corpulentos de sus “juanes” y les puso barbas postizas negras, relucientes y
rizadas, todo porque vio unos grabados del Zar de todas las Rusias rodeado de
militares barbones.
Don Antonio quería ser más que Iturbide.
Creó los “Lanceros de la
Guardia de los Supremos Poderes” con lujosos trajes de paño
blanco y rojo, cascos a la prusiana, lloronas de seda y botas federicas.
Restableció la Orden
de Guadalupe y se autodesignó Gran Maestro con derecho a usar el uniforme
blanco, con manto azul forrado de tafetán con vivo violado, llevando por toda
la orilla un bordado de oro que figura círculos, laureles y palmas. El manto se
ataba con grandes cordones de hilo de oro, con borlas del mismo material.
Al cuello llevaba el collar de la Orden , que era de eslabones
de águilas explayadas, alternadas con círculos de laureles y palmas, dentro de
los cuales había en cifra una I. y una S., iniciales del fundador y restaurador
de la Orden. Pendiente
del collar llevaba la Gran
Cruz (del tamaño de la mano) que era de oro, con los brazos
esmaltados de los colores de nuestro pabellón, una elipse en el centro, y en el
fondo, sobre campo blanco, la imagen de la Guadalupana. Encima
del brazo superior de la cruz estaba un águila, en el inferior una palma y en
la otra una rama de oliva. Llevaba alrededor de la elipse esta leyenda: “Al
patriotismo heroico”.
No toleraba que se le formularan
críticas y acostumbraba reaccionar en forma vehemente; un ejemplo de ello lo
proporciona Guillermo Prieto, citado por Carlos Monsiváis.
(…) en Memorias de mis tiempos, Prieto nos informa de una escena de 1853.
El mismo Prieto en El Monitor y
Eufemio Romero en El Calavera, han
escrito contra Su Alteza Serenísima Santa Anna “con ponzoña de alacranes”. El
dictador los manda llamar:
Al vernos en su presencia, se dirigió
impetuoso a Romero, señalando el artículo en cuestión, y le dijo con la voz
sorda de cólera:
¡Eh! ¡Dígame usted de quién es este
artículo para arrancarle la lengua!
—En estos casos, respondió Romero con
frialdad extraordinaria, se hace la denuncia al Juez, se ve quién firma el
artículo y se procede como la ley manda.
—¡Yo lo he llamado a usted, so
escarabajo, para oír de sus labios, quién es el infame que ha escrito el
artículo!
Y contestó Romero con la misma
imperturbable sangre fría que antes:
—En estos casos, señor, se hace la
denuncia al Juez, se ve quién firma el artículo y se procede como la ley manda.
—¡Indecente!, continuó Santa Anna, ¡haga
usted lo que le digo!
—Pues señor, en estos casos...
—¡Silencio, quíteseme usted de delante!
Romero se aprovechó del iracundo
pasaporte, y puso pies en polvorosa.
Santa Anna, todavía excitado por la
cólera, se volvió a mí, y me dijo:
—¿Usted es el autor del artículo del
Monitor?
—Sí señor.
—¿Y no sabe usted que yo tengo muchos
calzones?
Yo como había escrito en tono
sarcástico, aunque con miedo, quise seguir la broma, y le respondí:
—Sí, señor, ha de tener usted más que
yo.
—Me parece que usted es insolente, y yo
sé castigar y reducir a polvo a los que se hacen los valientes; eso lo ejecuta
cualquier policía, pues usted o se desdice de sus injurias y necedades o aquí
mismo le doy mil patadas. ¿Qué sucede?
—En esas estoy, en ver lo que sucede.
A estas palabras, Santa Anna, apoyándose
en una mesa que allí había, y levantando el bastón, se acercó a mí, y yo, por
una puerta excusada, me escurrí violentamente; no sé si más temeroso o iracundo
de la entrevista con el Dictador.
Santa Anna disfrutaba los homenajes
públicos que se le tributaban, tal como
lo refiere Jorge Mejía Prieto: “De tal manera que cuando algún lambiscón se le
acercó para proponerle el tratamiento de Alteza Serenísima, le agradó tanto la
propuesta que la aceptó de inmediato. De igual forma aprobó complacidísimo la
dorada estatua de bronce que lo representaba de cuerpo entero, con un brazo
extendido en actitud de señalar algo a la distancia.”
En aquel entonces, como ahora, existen
héroes cuyas acciones viven entre las altas y las bajas en el mercado de
valores patrios; al respecto prosigue Mejía Prieto
¡Y vaya que se vanagloriaba Santa Anna
de sus efigies, que tomaba por genuinas demostraciones de amor del pueblo! Sin
embargo, el mismo populacho que antes lo aclamó enardecido, el seis de diciembre
de 1844 se lanzó a la calle para insultarlo y maldecirlo. (...)
La efigie del teatro Nacional y el busto
colocado en el hotel de la
Bella Unión fueron despedazados asimismo en medio de las
injurias y el regocijo de la plebe. Y si la estatua de bronce del mercado del
Volador se salvó de ser destruida fue porque un grupo de partidarios,
protegidos por elementos de tropa, la desmontaron de su pedestal y fueron a
esconderla en lugar seguro. Tiempo después fue sacada de su escondite y
permaneció arrumbada como inservible cacharro en una cochera del Palacio
Nacional. En 1852, hallándose de nuevo López de Santa Anna en el poder, algún
adulador la encontró en la cochera y mandó desempolvarla y pulirla para ponerla
otra vez en un pedestal. Mucho satisfizo al gobernante la recuperación de su
imagen en bronce, la cual se mantuvo en exhibición hasta que a la caída
definitiva del déspota, un empleado de gobierno, Luciano González, la enterró
en su casa, con la ilusión codiciosa de desenterrarla cuando el dictador empuñara
de nueva cuenta las riendas del gobierno, ocasión que jamás se presentó.
Vendrían tiempos aciagos para Santa Anna
en los que fue derrotado y debió permanecer fuera del país. Sus últimos años,
cuando se le permitió regresar, transcurrieron muy lejos del reconocimiento
público en medio de austeridad y privación que sólo se rompía en forma imaginaria
por el teatro montado por su esposa, quien amorosamente quería evitarle los
sinsabores de la hora. De ello da cuenta Fournier
Más tarde, ni siquiera el ojo de la
historia advierte la presencia de Santa Anna cuando Lerdo de Tejada le concede,
al fin, regresar a México. El ex dictador vive de los menguados ahorros de su
mujer y nutre su soledad con la farsa que representa una corte de pedigüeños y
comparsas sobornados por doña Dolores Tosta de Santa Anna. La señora, en
delicado e inteligente acto de caridad y mediante un peso por barba, hace que
los improvisados actores halaguen y revivan las apagadas vanidades de su
alicaído marido. Todas las mañanas acuden al estrado de una casa de las calles
de Vergara en solicitud de supuestos favores e imaginarios planes y
pronunciamientos revolucionarios. Nuestra insidiosa amnesia histórica encubre
los últimos días de Santa Anna. Sólo nos queda un acta de defunción y las
escuetas gacetillas de los diarios dando fe de que el gran cursi “héroe de
Tampico” se rindió, ahora sí, en la madrugada del 21 de junio de 1876.
En esta oportunidad no llegaron mejores
tiempos para la estatua que don Luciano enterró en su casa mientras esperaba la
ocasión de sacarla a relucir; Mejía Prieto informa acerca de su destino.
“Transcurrieron los años y los descendientes de don Luciano exhumaron un día la
estatua para venderla al peso a unos mercaderes en metales viejos. De tan
prosaica y deslucida manera terminaron los sueños de gloria y eternidad de
Antonio López de Santa Anna.”
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