martes, 26 de julio de 2016

Álvaro Cunqueiro, un señor del vino


Tiempos tristes, muy tristes, en España. La Guerra Civil había concluido en 1939, años después el ambiente sofocaba. Por aquellos entonces Álvaro Cunqueiro, galllego de vocación, publicaba sus artículos -que versaban sobre temas varios- en la revista Finisterre.
Uno de sus tópicos recurrentes era el que tenía que ver con vinos y tabernas. Cunqueiro era un gran conocedor y su gusto por el trago iba indisolublemente unido a la alegría del encuentro.
Yo no sé beber solo; tengo que amistar con alguien para poder darle luego a una jarra lo suyo, mano a mano, con las parrafadas y pausas que conviene. Por esto he hecho muchos amigos por esas tabernas de Dios, amistades de las horas canónicas de las tabernas que tienen siempre algo de la sorpresa de las amistades infantiles.
Cuando se radicó en Madrid extrañaba las cantinas de su tierra dado que los vinos gallegos no se hallaban en la capital porque “se hacen un poco abantos y pierden calma y tono”. Ya entrado en nostalgia profunda, añoraba las tabernas de Compostela y el ribeiro, el vino de la amistad.
Allí quisiera estar yo cada día, con la taza cunca de mi apellido en la mano, viendo cómo la tinta el ribeiro, que es, sin duda (…) el vino más amigo del hombre. Entra en ti, y es como si una mano ancha y cordial se posase sobre tu hombro. (…) El ribeiro, blanco o tinto, es un vino comunicativo y alentador. No es tan luminoso como el albariño ni tan vivaz como el agulla del Condado; es un vino more philosophico, para una filosofía humana, peripatética y sentimental.
Así, en sus artículos de aquella época (1946) evoca la taberna de Póngalas donde “se bebía mucho, aunque he de reconocer que mal”.
No obstante, allí caían los mejores bebedores de mi pueblo. Se jugaba al tute subastado. Se comía algo. Se bebía mucho. (…)
La trastienda se llenaba del humo que brotaba de las bocas de aquellos fumadores de mataquintos y cigarro picado, y alrededor de la bombilla de veinticinco se percibía una cortina azulada y espesa. Casi siempre se hablaba de comer. Se contaban cuentos verdes. Don José iba y venía, con su lengua obsequiosa. Yo me apoyaba en la barrica de moscatel, en una de las esquinas de la mesa. Habían pegado en ella un retrato de Conchita Piquer con los hombros desnudos, abrazada a una guitarra. Algo era algo. (…)
He traído aquí, en primer lugar, esta taberna, porque creo que fue en ella donde aprendí a beber bebiendo. (…) Yo comenzaba a escribir mis primeros versos.
En un artículo posterior (Faro de Vigo, 22 de diciembre de 1953) Cunqueiro aclaró que en su caso no bebía para olvidar. “A mí nunca se me ha pasado por mientes beber vino para olvidar: si lo he bebido, habrá sido para todo lo contrario, para acercar aún más las islas de la nostalgia a mi corazón.” Y a este respecto es terminante cuando añade que “Enrique von Kleist tenía una copa de plata que decía, en verso latino, ‘bebo porque así te veo’. Olvidar, desasirse hasta de la propia memoria, soltarse de sí mismo, es cosa que no comprendo que se desee”.
¿A quién vería don Álvaro en aquellas islas de nostalgia que acercaba a su corazón?

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