Muchos
son los pueblos que consideran que para poder hacer daño a una persona es indispensable
saber su nombre. De allí el origen del nombre de protección tan frecuente en
diversas comunidades; Laura Colling describe lo que sucede en la cultura otomí.
Los maestros
de la escuela consideran a Fernando como un niño apático, pues cuando le hablan
no contesta. No lo hace, pues él se llama Ramón, así le dicen sus padres y
vecinos desde que nació. Lo mismo les pasa a otros compañeros. Es que los
nombres con los que se les llama son en realidad sobrenombres, o nombres de
protección. Los verdaderos nombres, con los que los inscriben ante el registro civil,
los del santoral, no los conocerán hasta que tengan que hacer uso de su acta.
Hoy en día al inscribirse en la escuela primaria, anteriormente hasta el
momento de su boda. (...)
El nombre de protección tiene un
sentido: evitar que por envidia se pueda causar algún daño a un niño. Para
hacer daño hay que conocer el nombre. Por eso mientras sean pequeños es
preferible que los extraños no conozcan su verdadero nombre. Los maestros, no
entienden esta costumbre y exigen el uso del nombre legal, que es el verdadero
y, por tanto, peligroso (...)
Esta misma costumbre rige en la
comunidad triqui –tal como describe Fabrizio Mejía Madrid- lo que ha llevado a
problemas legales de consideración a la hora de migrar hacia Estados Unidos. “Los
triquis tienen, por lo menos, dos nombres: uno secreto y otro que usan para los
papeles civiles. Viven convencidos de que quien conoce tu verdadero nombre tiene
acceso inmediato a tu ‘tona’, una especie de alma o esencia, que puede ser
dañada con facilidad al invocarlo. Por lo tanto, cuando el triqui emigra, se
cambia de nombre para protegerse.”
Pero no vaya a creerse que esto
solamente aplica con personas. Álvaro Cunqueiro, reconocido cronista de la vida
en Galicia, nos saca del error al presentar lo que aconteció en la venta de una
vaca. “Un paisano, en
billetes de mil, le paga a otro una buena vaca. El que cobra, después de contar
y recontar los billetes, se aparta con el comprador y le dice algo al oído.
Este asiente. Acaso le está diciendo el nombre secreto de la vaca, que sirve
para quitarla del peligro del mal de ojo.” Cunqueiro también alude a lo que
sucedía a este respecto con ciudades y reinos.
La
invisibilidad de las ciudades, de ciertas ciudades y naciones estaba ya en la
cábala con todo aquel asunto de los nombres secretos de las ciudades y de los
reinos. El reino de Francia tenía un nombre secreto, que solamente lo sabía el
rey, y que de alguna manera se lo pasaba al delfín poco antes de morir, con lo
cual el heredero, heredaba a la vez la Francia visible, y otra, secreta, mágica
invisible.
De esta manera, siempre según Cunqueiro,
conocer los nombres secretos de las ciudades constituía una importante fuente
de poder. “(…) Saltará de
ciudad en ciudad, de las que sabe los nombres secretos, aquellos que según los
cabalistas, hacen dueño de una urbe al que sabe el suyo oculto. Toledo se
llamaba en tiempos Fax, y a Carlos V le dijeron el nombre. Pero desde entonces
parece haber cambiado.”
Aun cuando su hipótesis en relación
a lo que le sucediera al rey Luis XVI no parece plausible, aquí la dejamos a
consideración del lector: “Los reyes de Francia se
transmitían unos a otros el nombre secreto de su Reino. Luis XVI debió de
haberlo olvidado, y por ello le cortaron la cabeza…”
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