martes, 7 de marzo de 2017

Escritores desabridos


En otra ocasión ya nos hemos referido a las peculiaridades del proceso de creación (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2011/03/de-quienes-viven-en-otro-mundo.html), a la distancia que separa al escritor de su obra. En relación a ello, Hilaire Belloc –citado por Simon Leys- alude a esta asimetría entre la inspiración y el sujeto en quien habita.
Aún no he conocido a un hombre que se correspondiese con su obra. O era claramente mucho más grande y mejor que ella, o claramente mucho menos grande y peor […] De hecho, no es el simple hombre quien hace la cosa: es el hombre inspirado. Y la razón de que nos sorprenda la vanidad de los artistas es que, más o menos conscientemente, apreciamos el contraste entre lo que Dios ha hecho a través de ellos y sus propios yoes repugnantes […] Cuando se trata de una obra de genio, el hombre está muy por debajo de ella: está en un plano diferente. Ningún hombre es por sí mismo un genio. Ese genio se le presta desde fuera.
Por su parte Simon Leys enuncia algunas consideraciones en cuanto al vínculo del artista con su producción
(…) la obra creada posee un esplendor y una profundidad que exceden en mucho el calibre de su creador. La obra no sólo es más grande que su autor, es de una naturaleza diferente: llega de algún otro lugar. El autor sorprende a los que admiran su obra; comparado con ella, parece vacuo. Y sin embargo, ¿no fue precisamente esa misma vacuidad la que le permitió dar vía libre para que nacieran sus obras?
Un artista sólo puede asumir la plena responsabilidad de aquellas obras suyas que son mediocres o abortadas (en éstas, ¡ay!, puede reconocerse a sí mismo totalmente), mientras que sus obras maestras siempre deben causarle sorpresa. Georges Bernanos, que no era ciertamente alguien inclinado a la delicadeza literaria, comentaba sobre su Diario de un cura rural: “Estimo este libro como si no lo hubiese escrito yo”. Y en realidad, en un sentido (…), no lo había escrito él. ¿Puede en realidad un escritor clarividente creer alguna vez que la fuente de su inspiración se halla dentro de él? ¡Es como si creyera que posee el arco iris o la luz de la luna que transfigura por un momento su jardincito!
Claro está que no sería justo quitar mérito a la labor de los creadores, al enorme grado de concentración que –siempre siguiendo a Leys- demanda su tarea.
Juntar esos dos nombres [Simenon y Mozart] aquí puede parecer incongruente…, y lo es, en todos los aspectos, salvo en uno esencial: el funcionamiento de la mente creadora. El punto de partida era para ambos artistas de crucial importancia: había una frase musical, una visión inicial, que se les daba; una vez agotada esta primera fase seguía rápidamente el resto, en un impulso impetuoso, sin vacilación, en un flujo continuo…, lo que Mozart llamaba il filo. La velocidad de este proceso, su rotundidad, su seguridad y su certeza triunfales pueden hacer hablar a observadores superficiales de “facilidad”; se trata de una impresión muy engañosa, porque, para sostener el ritmo del dictado interior sin romper el hilo, el artista debe movilizar poderes de concentración que son casi sobrehumanos.
Ahora bien, el lector que quedó conmocionado al concluir una obra ansía conocer al autor suponiendo que existe una suerte de contigüidad entre ellos. Y en muchas ocasiones la decepción es grande, muy grande (es importante aclarar que la cuestión no es exclusiva de los hombres de letras dado que hay también payasos que en su vida privada son muy tristes, pintores que no dan color y humoristas que fuera del escenario transmiten una tristeza contagiosa). Simon Leys profundiza en ello.
La gente suele sorprenderse cuando cae en la cuenta de que, en la vida, los grandes escritores no se parecen mucho a la imagen que se habían formado de ellos al leer sus obras. Por ejemplo: pueden descubrir con ingenuo asombro que un fiero polemista, cuyo ardor y cuya violencia les habían sobrecogido, es en realidad un hombre tranquilo, tímido y retraído; o también que el profeta orgiástico de pasión ardiente, que había agitado su imaginación sensual, resulta ser en realidad un eunuco; que el aventurero famoso, que les hizo soñar en horizontes exóticos, calza zapatillas y nunca abandona su cómodo asiento junto al fuego; que el esteta de cuyas lecciones exquisitas extrajeron tanta inspiración come en platos de plástico y lleva unas corbatas horrorosas. Deberían haberlo pensado mejor.
Y es que en muchas ocasiones –tal como afirma Leys- el proceso creativo procura compensar ciertas carencias personales. “Es muy frecuente que un artista cree con el fin de compensar una deficiencia; su creación no es el flujo gozoso y exuberante de una inundación, es con mayor frecuencia un patético intento de responder a una necesidad, de salvar un vacío, de ocultar una herida.”
Sucede entonces que si el encuentro con un autor puede llegar a ser frustrante, ni se diga lo que acontece, como narra el mismo Leys, cuando coinciden dos colegas.
El encuentro de genios no siempre propicia intercambios sublimes. El único encuentro entre James Joyce y Marcel Proust es un buen ejemplo: estos dos gigantes de la literatura moderna compartieron en una ocasión un taxi, pero se pasaron todo el trayecto discutiendo sobre si abrir la ventanilla o no. (Esta anécdota tiene que ser cierta, porque la inventó Nabokov).

Por otra parte, y luego de referir un acontecimiento puntual, Hans Blumenberg proporciona una explicación a lo que venimos considerando al señalar que es habitual que los escritores estén más pendientes de los ausentes que de los presentes (lo que –como veremos- les ocasiona daños de mucha consideración).

"Es asombroso", decía la seductora aunque pobre Mrs. Bulwer -casada con el entonces tan exitoso Edward Bulwer-Lytton y a la que llamaba "Poodle"-, "lo aburridos que son los escritores".
Ella debía de saberlo. Y qué razón tenía. Cuando su marido se decidió finalmente a ser más entretenido y viajó con ella a Italia, tuvo la desgracia de que se le ocurrió escribir en Nápoles su única obra inmortal, aunque en modo alguno la mejor: Los últimos días de Pompeya. Eso colmó el vaso. Rosina, que así se llamaba realmente, ya no pudo resistir a la seducción de un noble napolitano.
Así que tenía razón. Ahora bien: ¿podría ser de otro modo? Este tipo de gente, los escritores, viven de cumplir profesionalmente la ley de no hacer caso de los presentes para parecer más divertido a los ausentes.
Esta inevitable confusión de lejanía y cercanía, de próximo y lejano, es lo que hace tan aburridos al escritor para quienes tienen que habérselas con ellos. El escritor no está para ellos.

¿Qué dicen los propios literatos de este asunto? En lo que concierne a Alejandro Rossi, a fuerza de realidad debió abandonar su mirada idealizada en relación a quienes se dedican al oficio.

Cuando yo era adolescente pensaba que los grandes escritores eran personas incapaces de maldad. Mi razonamiento era a la vez simple y falso: la bondad acompaña a la comprensión, a la inteligencia, sin la cual –creía- es imposible escribir una página que valga la pena. Aún recuerdo mi escándalo al leer, en las memorias de un contemporáneo, que Valle-Inclán pateó a un (pequeño) perro empeñado en subírsele a una pierna mientras él (Valle-Inclán, claro) buscaba un libro.

También están aquellos que no tienen muy buena opinión sobre sí mismos, como Jorge Ibargüengoitia que al tiempo de reivindicar el derecho a la soledad y a comunicarse con los demás únicamente por sus obras, ofrece un perfil muy peculiar de quienes se sienten atraídos por las letras.

Uno de los pocos atractivos que tiene para mí el oficio de escritor, es que puede desempeñarse sin necesidad de aparecer en público. El escritor es, por definición, un personaje que ha decidido comunicarse con sus semejantes a través de hojas de papel escritas. Es un oficio que ni mandado hacer para tímidos, feos, tartamudos o simplemente insociables.

Mientras que para Manuel Vázquez Montalbán “[Andrea] Camilleri es una persona tan natural y acogedora que no parece escritor. Elogio desmesurado que sólo podría haberle dedicado otro escritor que, en su juventud, cuando era más sincero, pensaba que casi todos los escritores establecidos eran unos tarambanas.” Nada mejor para concluir que la sentencia lapidaria de Javier Marías: “La posteridad cuenta siempre con la ventaja de disfrutar de la obra de los escritores sin el incordio de padecerlos a ellos.”

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