martes, 4 de abril de 2017

Psicología y literatura


El tema de los vínculos, no siempre amistosos, entre literatura y psicología ha sido abordado desde muy diversos puntos de vista. En este espacio ya hemos aludido a  ello por medio de la extraordinaria intervención de Jorge Luis Borges en un congreso de psicoanalistas en el que fue invitado a participar   (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2012/08/un-colega-inesperado.html).  

Hoy retomamos la cuestión y para ir entrando en materia digamos que, de acuerdo a lo señalado por Jorge Ibargüengoitia, la figura del psicólogo siempre inspira algo de temor.

Un psicólogo, por ejemplo, es, en sociedad, mucho más aplastante que un ingeniero, aunque sea más difícil calcular un edificio que sentarse media hora a escuchar lo que dice un paciente. Todos le tienen miedo, porque creen que les va a descubrir un defectazo. La mecánica de este proceso es que el ignorante no sabe qué signos pondrán en evidencia qué cosa. La magia del psicólogo está en que él descubre lo que nadie ve y llega a conclusiones que nadie entiende. La base del prestigio es la incomprensión.

Por otra parte es innegable que existe –tal como da cuenta de ello Francisco Madrid con un acontecimiento puntual- cierta competencia o celo profesional entre literatos y psicoanalistas.

Cuando se conmemoró el centenario de la muerte de Stevenson, George Bernard Shaw releyó algunas páginas del autor de “La isla del tesoro”. Luego dijo a un periodista:
-Hay más psicoanálisis en “El doctor Jeckyll y Mr. Hyde” que en todo Freud.
                                                                                   
Y será Eduardo Galeano quien aporte una verdadera joya que tuvo lugar en el encuentro entre representantes de ambas disciplinas.

Eran tiempos de exilio. Héctor Tizón andaba con las raíces al aire, y las raíces le ardían como nervios sin piel.
Alguien le había recomendado un psicoanálisis, pero el psicoanalista y él pasaban mudos la eternidad de cada sesión. El paciente, tumbado en el diván, no abría la boca, por ser de naturaleza enroscado y por creer que su biografía carecía de importancia. Y también estaba callado el terapeuta, y en blanco, siempre en blanco, estaban las páginas del cuaderno que yacía sobre sus rodillas. Al cabo de los cuarenta minutos, el psicoanalista suspiraba:
-Bueno. Ya es hora.
A Héctor le daba pena el buen hombre, y él mismo se daba pena: aquel tormento, peor que el exilio, le estaba destrozando los nervios, y encima pagaba por padecerlo.
Un buen día, decidió que las cosas no podían seguir así. Desde entonces, a media mañana, mientras el tren lo llevaba desde Cercedilla hacia Madrid, Héctor iba inventando buenas historias para contar. Y apenas se echaba en el diván, se montaba en el arco iris y disparaba cuentos de montañas embrujadas, héroes endiablados, sirenas que llaman a los hombres desde el fondo de los ríos y fantasmas que hacen casa en la alta niebla.

Al finalizar aquella historia, Eduardo Galeano deja en claro la supremacía de la narración ante el análisis: “El psicoanalista tenía más ganas de aplaudirlo que de interpretarlo”.

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