Las tipologías de personas no faltan, estén hechas a
partir del temperamento, signo zodiacal, lugar de procedencia, profesión u
oficio, peso del plasma (“fulano es un sangrón”, “mengano es de sangre liviana”),
modo y lugar de aterrizaje (“me cae a todo dar”, “me cae en el hígado”), etc.
Tan solo tanteos y aproximaciones para navegar por la
complejidad humana.
Sin embargo es extraño que entre estos esquemas
clasificatorios aun no haya hecho su aparición uno que se base en la frase
característica con que se conduce la persona: aquella expresión que utilizamos
con frecuencia y que resulta toda una declaración de principios.
En mi caso juego en el equipo de: “lo bueno que tiene
es que…” por mi costumbre –claro está, no siempre positiva- de andar buscando
qué es lo que se puede rescatar en el peor de los naufragios. Una ligera
variante de ello es la que presenta Wimpi en uno de sus cuentos: “Todo le salía
bien a Fortunio Cajiga. El dicho de él era ‘pior si’… Ante cualquier cosa que
le pasara, decía: -‘Güeno ¿y qué? Pior si…’. Y, entonces ponía por caso algo ‘mucho
más pior’ que lo que le había acontecido. (…) Y gracias a ser así, siempre le
iba bien en todo.”
En la acera de enfrente se sitúan los que se aferran
a: “lo malo que tiene es que…” y que jamás darán el brazo a torcer antes de
hallar algún error o falla en cualquier situación, por maravillosa que fuese.
Muy próximo a este grupo se encuentra el de los: “sí, pero…”, cuando sabido es
que en estos casos el “pero” se lleva de calle al “sí”. Aquí también se pueden
situar los eternos pesimistas, profetas del desastre que utilizan el clásico: “sí
está bien, pero… ¡ya veremos cuánto dura!”
Más sofisticados son quienes, como afirma Javier Gomá
Lanzón sostienen que sus peores defectos pueden ser virtudes, al ser “muy
perfeccionista”, “demasiado puntual”, “excesivamente cumplidor en el trabajo”,
etc.
Y usted, ¿a qué estirpe pertenece?
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